Image: La hora del crepúsculo

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Poesía

La hora del crepúsculo

Javier Vela

18 marzo, 2004 01:00

Javier Vela. Foto: Irma Álvarez-Laviada

Premio Adonais. Rialp. Madrid, 2004. 66 páginas, 7 euros

Después de más de medio siglo, sigue empeñado el premio Adonais en descubrir nuevos poetas. Aunque hace tiempo que la fortuna no parece acompañarles en exceso, se trata de un benemérito empeño que honra a sus organizadores.

Javier Vela (Madrid, 1981) es un autor que puede considerarse inédito, aunque el año pasado publicara su primer libro, Aún es tarde, que apenas recibió atención, como suele ocurrir en los primeros libros de no mediar factores extraliterarios.

Dos veces se cita en La hora del crepúsculo a Antonio Colinas. Aunque también se cita a otros muchos autores, en nómina juvenil y heterogénea (Faulkner, Claudio Rodríguez, Platón, Machado, Huidobro, Salinas...), tal hecho me parece significativo. En un aspecto de la poética de Colinas parece encontrar Javier Vela su punto de partida: el neorromanticismo simbolista y trascendido que manifiestan libros como Preludios a una noche total y Noche más allá de la noche. De hecho, una de las dos aludidas citas de Colinas es implícita y alude al título de este último libro. El poema "Signos", que le está dedicado, termina con los siguientes versos: "Qué solución entonces, qué delirio/de luz he de soñar/para que adopte al fin su verdadera forma/y trascienda la noche más allá de la noche".

"Nocturno" se titula la primera parte de La hora del crepúsculo. La noche de la que hablan estos poemas no es la noche urbana que encontramos en tantos autores de los 80. Es la noche de la poesía romántica, con su cielo estrellado y sus anhelos infinitos.

Los versos iniciales dan muy bien el tono del libro, su empaque retórico, el ritmo cuidado y tradicional, la apuesta por la trascendencia: "La oscuridad se cierne sobre mí/como una enorme piedra sepulcral,/una piedra remota y primigenia/que entre su piel conserva los signos de la aurora/y oculta tras de sí toda la luz del mundo".

Le cuesta al autor mantener ese tono. Lo consigue en los mejores poemas, que hablan de sueños y de vagas emociones sin nombre, pero otras veces resulta demasiado evidente el empeño por parecer siempre sublime. Los poemas menos conseguidos son aquellos en los que se trasparenta en exceso lo que tienen de ejercicio. Es el caso de "Ciclo", ensayo de poema circular a la manera de Borges. El poema comienza con el verso "Y siempre se repite el mismo sueño", y termina con "una voz que recita sus poemas/al fondo de la escena,/al otro lado/ del cuadro,/ un verso blanco de once sílabas: Y siempre se repite el mismo sueño..." La referencia al "verso blanco de once sílabas" parece puro relleno (y un verso aislado no es un verso "blanco", esto es, sin rima: tal calificativo ha de ser aplicado en plural). La segunda parte del libro, "Crepúsculo", reúne poemas de temática amorosa. Hay pasajes ciertamente acertados, que acreditan a un poeta. Pero rara vez el poeta es capaz de sostener la dicción a lo largo de todo el texto y no deja de recurrir al tópico y al solemne y un tanto vacuo trascendentalismo.

En "Vigilia", última parte del libro, continúan los poemas de amor y el simbolismo que se quiere dar al conjunto, según indica la referencia a Platón: "Una vez llegado a la luz, tendría los ojos tan llenos de ella que no sería capaz de ver ni una sola de las cosas a las que ahora llamamos verdaderas". La hora del crepúsculo revela a un poeta esforzado, todavía no por entero dueño de su mundo ni de su oficio según suele ser habitual en las primeras entregas salvo en alguna excepción memorable. Un riesgo: ahuecar demasiado la voz, querer ser sublime sin interrupción. Un mérito: la ambición, la aspiración al más depurado lirismo.