Image: Libro de los trazados

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Poesía

Libro de los trazados

Vicente Valero

16 junio, 2005 02:00

Vicente Valero. Foto: Beatriz Oller

Tusquets. Barcelona, 2005. 96 páginas, 10 euros

Si necesariamente los poemas de este libro nos hacen pensar en otras voces y otros ámbitos (la ascética y la mística españolas, el romanticismo alemán, el simbolismo, la hondura de Juan Ramón Jiménez, etc.) es, sobre todo, porque su autor alcanza en sus trazados distintos el vuelo alto de la gran poesía.

También la mejor dimensión de una escritura vigilante que se inició en 1986 con Jardín de la noche y que ha seguido una trayectoria ascendente en Herencia y fábula (1989), Teoría solar (1992) y Vigilia en Cabo Sur (1999). Releída ahora, toda la obra de Vicente Valero (1963) muestra la densidad y la coherencia de su pensamiento poético tan personal, muy por encima de tendencia y posicionamientos polémicos. "Si lo que un hombre quiere es conocerse,/la tierra roja mire, el mar undoso [...]/Arda su corazón entre los símbolos/acaso nunca escritos, aunque firmes": los versos que abrían su segundo libro tenían ya la tesitura de esta poesía de conocimiento que ni se rezaga en la celebración órfica de cuanta belleza mediterránea la sostiene siempre ni atiende al pormenor diario, sino que trata de seguir rastreando "las huellas derramadas de no sabemos qué" en una necesidad de indagación que origina la densa meditación de la experiencia intelectual en su decisivo Vigilia en Cabo Sur.

Esta disposición que parte de la incertidumbre pero se obstina en el decir para, al menos, columbrar una verdad trascendente del ser es la que mueve los cinco trazados de este nuevo libro, cinco movimientos de un mismo discurrir poético, ahora más abierto, que dejan en su centro una elegía fúnebre intensa y emocionante, "Curva en el camino del bosque", que desde lo particular de una ausencia dolorosa de intenso dramatismo -ese "mientras tú te morías" que martillea a lo largo de sus 275 versos- ancla en el existir humano la reflexión metapoética en forma de didascalias pictóricas de "Taller de paisajistas" y la nebulosa elevación metafísica de "Voces para una danza infinita", segunda y cuarta partes del libro. En sus extremos, los poemas "La subida", primero, y "El río", encrucijada del ir a ser y el haber sido, formulaciones distintas de un simbolismo existencial semejante, constituyen de por sí logradas creaciones exentas.

Con sus casi 400 versos, "La subida", mi preferido, es uno de esos raros poemas alcanzados por la gracia poética, que no necesitan raras invenciones ni hermetismos para decirnos la grandeza de nuestra limitación y transmitirnos, al tiempo, la pujanza del seguir, aquí y ahora. Este ascenso hasta la cumbre de los acantilados por el camino del bosque, constelado de aromas, sonidos, colores y presencias, presenta al paseante solitario en pos de su decir mejor la primavera como culminación, como estación última, si no total -el mejor Juan Ramón Jiménez no anda lejos de estos versos-, de un diálogo interminable con el árbol, el pájaro, la flor, el mar, el cielo, la altura y el abismo, símbolos sencillos de una materialidad que, para el poeta, exige perseguir la trascendencia, "lo que existe después de lo que existe", "el lugar de la palabra sí" y de su secreto sacrificio, "la salida transparente". Poema memorable, que vale, casi, por toda una trayectoria.