Image: La sangre de los fósiles

Image: La sangre de los fósiles

Poesía

La sangre de los fósiles

José María Micó

14 julio, 2005 02:00

José María Micó. Foto: J.M.M.

Tusquets. Barcelona, 2005. 156 páginas, 14 euros

José María Micó, ejemplar erudito, admirable traductor, es también poeta. Pero tras leer con la atención que se merecen cada uno de sus libros -desde La espera (1992) hasta Verdades y milongas (2001), tan bien humorado- siempre nos queda la sospecha de que el poeta que hay en él se manifiesta más en la inteligente sensibilidad con que estudia a Góngora o en el rigor creativo con que traduce a Ausias March o a Ludovico Ariosto que en sus propios versos.

Varios de los poemas de La sangre de los fósiles aluden a los desvelos que le causó al autor su reciente traducción de Orlando furioso y a los viajes a Italia en buena medida debidos a ella. Incluso hay un poema que es poco más que una cita de la primera estrofa de esa ciclópea obra: "Ariosto estuvo aquí./Nos dejó su grafito/de treinta y nueve mil endecasílabos/que los necios desprecian,/y yo, que soy más necio todavía, Estoy leyendo ahora:/ Canto las damas y los caballeros,/las armas, los amores, los audaces/y corteses empresas de aquel tiempo/en que los Moros dieron guerra a Francia/cruzando el mar de áfrica y siguiendo/a su rey Agramante, airado y fiero,/para vengar la muerte de Troyano/sobre el rey Carlo, emperador romano./Y yo, ¿qué canto ahora?".

El lector se queda en la duda de si ese texto debe de ser considerado como un poema completo o como parte de un poema, la entera sección "Divieto de sosta", dedicada a Italia. En uno y otro caso, parece que se queda a medio camino. Y así son todos los otros poemas italianos: liviana anécdota, escueta anotación viajera. Demasiado escueta, con frecuencia: "Estoy en lo más alto del Castell dell’Ovo./He cruzado sin prisa la ciudad,/sin prisa y con asombro:/ Sedil Capuano, Tribunali, Duomo,/ San Giorgio, Spaccanapoli, Toledo,/ Castel Nuovo, San Carlo, Plebiscito". A quien conoce Nápoles esa enumeración telegráfica se le llena de imágenes: el castillo en medio de la bahía con la humeante silueta del Vesubio a un lado y el Capri de Tiberio a Axel Munthe al fondo, las bulliciosas y estrechas calles del casco antiguo, la fachada renacentista del Castel Nuovo, los recuerdos de Stendhal en el teatro de San Carlo... Pero nada de eso salva unos versos demasiado planos que no pueden acogerse al ejemplo de Unamuno y sus enumeraciones de "nombres de cuerpo entero,/el tuétano intraducible/de nuestra lengua española".

Hay, sin embargo, en La sangre de los fósiles un puñado de poemas dispersos que, en cierto modo, justifican el libro. Emoción y noble retórica encontramos en "Nombres de Atocha", algo más que una elegía de circunstancias a los muertos de los atentados del once de marzo. También se quedan en la memoria del lector algunos de los haikus agavillados en "Sucesiones": "Cualquier esquina/en que bese tus pechos/será mi casa".

Pero la mayor parte de La sangre de los fósiles no parece pasar de bien intencionada grisura, a pesar del no desdeñable empeño que José María Micó muestra en "Ser y estar", primera parte del libro, para dotar de trascendencia conceptual a la leve sucesión de anécdotas biográficas (el tono recuerda algo al del Jaime Gil de Biedma de "Las afueras").

Los mejores poemas de José María Micó es posible que no se encuentren en ninguno de sus libros de poemas, sino en esas obras maestras de la traducción contemporánea que se titulan Páginas de un Cancionero y Orlando furioso. En la primera de ellas, Ausiàs March, sin dejar de ser un poeta del siglo XV, se convierte en nuestro contemporáneo; en la segunda, la laberíntica fantasía de Ariosto, que fascinó a Cervantes y a tantos lectores de otro tiempo, vuelve a alzar ante nosotros toda su capacidad de seducción. Bien es cierto que hoy no somos capaces de leer tantos miles de endecasílabos seguidos, pero eso no importa. Orlando furioso podemos abrirlo y cerrarlo por cualquier parte: es un poema fractal, está entero en cualquiera de sus partes, en cualquiera de sus disparatadas, gallardas, inagotables aventuras.