José Luis Rey. Foto: J.L.R

José Luis Rey, autor también del mejor estudio sobre la poesía de Pere Gimferrer, se ha mostrado desde su primer libro, La luz y la palabra (2001), como un poeta ambicioso. Dotes no le faltan a este poeta de 34 años: posee capacidad expresiva, riqueza de imaginación, amplia cultura poética, energía creadora y un ideal hacia el que dirigirla. La manera de formular ese proyecto me parece aún algo vaga, quizá por necesidad intrínseca. Habla el poeta de su orientación hacia una poesía trascendente, de una forma visionaria de mirar que se ata a lo cotidiano para desde ello alzar el vuelo. Habla de una "mística verbal" que viene de la "consideración de la poesía misma como dios hallado, como principio de revelación que habita en cada cosa". Son palabras mayores que requerirán considerable esfuerzo en solitario, más allá de la tutela de los maestros del pasado y del presente en torno a los cuales todavía gravita esta escritura.

No quiero decir que a la poesía de Rey en este segundo libro le falte autenticidad, pero sí que le sobra algo de gratuidad, de exceso, para tan exigente meta. Veo en La familia nórdica que la voluntad de arraigar el canto en lo cotidiano da lugar más a la efusión que al análisis, que el entusiasmo que trasminan sus versos está a menudo lastrado por el ingenio, que el apasionado proyecto totalizador -por cuyo logro yo apuesto- necesita depuración y contraste. No se trata de exigirle al poeta que mire la realidad histórica de otra forma que la que proclama su panadero en "Harina": "Pero aquí no hay moral; hay tan sólo milagro y es así". Eso es asunto y responsabilidad suyos. Se trata de reclamarle que haga rea-lidad el proyecto del mismo: "Ser un hombre cubierto por la nieve más pura / gritando por las calles: yo viví, / yo hice la mañana". Creo que no defraudará.