Image: Rojo y sepia

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Poesía

Rojo y sepia

Vicente Núñez

28 junio, 2007 02:00

Vicente Núñez

Prólogo de Antonio Varo. Visor. Madrid, 2007 56 páginas, 8 euros

Ya lo decía Platón: los poetas no entienden su poesía. De Rojo y sepia, fechado en 1987 y hasta ahora inédito, dijo Vicente Núñez: "no hay intención idiomática, es la levedad misma, mal cosida, para que no se note la levedad del poema apenas cosido" (p. 7). Una de dos: o Núñez era la modestia personificada, o Platón tenía razón. Rojo y sepia es una colección de cuarenta poemas ciertamente ligeros: dos de ellos sólo necesitan tres versos brevísimos para obrar el conjuro. Y, sin embargo, ésta no es poesía light: "No hay colcha / en este apartamento / junto al mar. Sólo su pelo; / el delicado ramo de sus besos" (IV). La altura poética de Núñez no se mide --no sólo- por su acierto en la elección de un léxico eficaz, sino, antes bien, por la capacidad de síntesis, más que narrativa, puramente plástica: el poeta ve una escena en la que lee una historia que nos transmite en forma de poema. Se trata de poder de alusión verbal, pero también visual. El trazo es limpio, apenas sugerido, casi impresionista. El color, más Degas que Van Gogh. Leamos el retrato de la infancia según Núñez: "[…]A aquél; / a él sólo. Al que brincaba / sobre el césped, corriendo / desatado en la inmensa / pradera de mi vida" (I). Esta pintura poética nace no de un concepto, sino de una imagen; no de un recuerdo, sino de una experiencia. El verso es movimiento, acción, vida. No hay espacio ni tiempo para demorarse en la nostalgia de paraísos perdidos. Si el hombre se recrea en lo estático, el niño, a fuerza de salto y carrera, se perderá de vista, desaparecerá de la memoria. Por eso el hombre escribe como el niño vivió: infatigable, con plenitud, siempre hacia delante. "The child is the father of the man", que diría Wordsworth.

En ese perpetuo avance reside, precisamente, la sutileza de unos versos que parecen caminar con las sandalias de Aquiles. De un lado, el encabalgamiento nos lleva en volandas a través del poema: "[…] Crece la noche / como un preludio en nuestros labios. Vivo / lo oscuro y poderoso / que hay en tu cuerpo. Sufro / una hebra de seda / y un perfume que araña" (XXIII). De otro, la estructura del poema no se construye según criterios métricos o estéticos, sino semánticos: "Quiero decirte una / cosa dulce y tuya / para morir: Medea" (XVI: "María Callas"). No hay nada gratuito en este orden. Contra la opinión del poeta, no nos enfrentamos a una "levedad […] mal cosida", sino dominada con mano de hierro, manipulada con la firme voluntad de expresarlo todo por medio de todo: la colocación, las pausas, la puntuación. Todo quiere decir. Y lo estrictamente significativo se esfuerza por significar aún más: "Esta alarmante cómoda, / que sabe casi todo de mi muerte, / huele a blondas y a mustios / abanicos antiguos" (XXVII). Leemos "cómoda", "muerte", "blondas", "mustios" y "antiguos". Entendemos "ataúd". Las imágenes se confunden, se superponen, compiten entre sí. Van más allá de la suma de sus significados, incluso los metafóricos. Hablamos de poesía total.

Pocas empresas más complejas que crear un artificio natural. La resolución del oxímoron es una ecuación sólo al alcance de los chosen few. Esta bellísima arte que llamamos poesía es cualquier cosa menos espontánea: la limae labor horaciana es una de las escasas reglas poéticas verdaderamente inviolables. Que se lo pregunten a Jorge Guillén. O a este Vicente Núñez de Rojo y sepia, empeñado en fingir sencillez allí donde sólo cabe la planificación minuciosa del estratega. Y es que los buenos poetas siempre tienen algo de ilusionistas.

SI ELIJO EL RITMO

Si elijo el ritmo, estoy atento

a mi escucha, al estampido

de lo que oculto, a sus ojos

llenos de ausencia. Si pronuncio,

proclamo el mundo y sus bosques,

me ciño a lo que sin quererme,

sostengo. Si digo bésame,

me escribo. Si me muero

de amor, huelo a rosales.