Poesía

A la caza del tigre (Antología Personal)

Eduardo Lizalde

13 septiembre, 2007 02:00

Ed. Marco Antonio Campos. Visor. 222 pp. 10 e.

Decía Borges que el hombre domesticó al gato para poder acariciar al tigre. No contaba el argentino con la temeridad -la grandeza- de esos pocos que se atreven a extender la mano y tocar el peligro porque no se conforman con sucedáneos. Medio siglo lleva Eduardo Lizalde negándose a abandonar las selvas y acomodarse en los salones. Más de cincuenta años lleva siendo fiero él mismo.

En A la caza del tigre (Antología personal) se recogen únicamente poemas a partir de Cada cosa es Babel, publicado en 1966. De lo anterior, el mexicano se desentiende. Con ello, esta antología pierde perspectiva, pero gana cohesión: la voz se modula, pero permanece reconocible; el ethos exhibe solidez de roca; todo, absolutamente todo, es tigre. Tigre el objeto, tigre el sujeto. Invirtiendo el orden natural -¿para qué nos sirve, si no, la poesía?-, somos nosotros quienes acechamos al animal en todas sus infinitas formas, como Dios lo creó o encarnado en el poeta: "Me quedo, tigre, solo, satisfecho" (p. 90). El tigre es origen de imágenes poderosas - "Un tigre […] / es la National Gallery del crimen" ("Tigre al espejo")-, razón de un lenguaje poético con corazón de bomba de relojería -"El tigre real, el amo, el sol / de los carnívoros, espera" (p. 83), es esa suma de todos los miedos que aquí no designa bestseller, sino poema de un solo verso: "Algo sangra, el tigre está cerca" (p. 43). Y no, no es micropoema: es poesía. Y el arte ni se pesa ni se mide.

De acuerdo. El tigre es el protagonista de la obra de Lizalde. Lo cual no obsta para que sea, al mismo tiempo, un mero instrumento con que ahondar en las condiciones de la existencia humana, impuestas por un entorno hostil, amenazante, empeñado en guardar unas apariencias más allá de las cuales sólo el poeta es capaz de ver. Y es que el tigre es letal, pero no engaña. Más prevenidos debemos estar contra las criaturas que matan a fuerza no de zarpazos, sino de belleza: "La rosa es como un león recién nacido" (p. 121). Este visionario -huelga decirlo- nos remite al mejor Blake. Y de un motivo clásico -la rosa- a un tema literario donde los haya: el amor. Igualmente tóxico, por cierto: "Debe el amor vencer, / vencerlo todo. / La muerte y la cursilería. / Todo lo vence, compañeros, / vence a la muerte, ciudadanos, / porque es la muerte él mismo" (p. 42). Es la conclusión apocalíptica de la razón más pura.

Con Rilke como guía en su descenso a los infiernos -todos esos ángeles no siempre blancos, toda esa belleza que es maldición-, Lizalde se mide con los grandes -Valéry, Petrarca, Shakespeare- porque sabe que puede permitirse el lujo. También la suya es poesía-pasión y, a la vez, meditación de cabeza fría y mente filosófica. También la suya es -con permiso de Bloom- poesía fuerte, ésa que exige lectores valientes. Así pues, no se deje amedrentar por estos versos terribles. Lea a Lizalde. Conozca al tigre.