Image: En el centro de un círculo de islas

Image: En el centro de un círculo de islas

Poesía

En el centro de un círculo de islas

Andrés Sánchez Robayna

4 octubre, 2007 02:00

Andrés Sánchez Robayna. Foto: Julián Jaén

Fundación César Manrique, Lanzarote, 2007. 80 páginas, 12 euros


Tras la reunión de su obra poética bajo el título general En el cuerpo del mundo, donde se incluía ya el excelente El libro, tras la duna, Andrés Sánchez Robayna (Las Palmas, 1952) publicó Confidencias de un mar griego, y ahora En el centro de un círculo de islas -título que es ya un endecasílabo-, continúa el escenario griego, el viaje a Grecia, un viaje algunas de cuyas etapas se nombran, Sunion, Hydra, y que tiene como meta la isla del dios Apolo, Delos.

El volumen se organiza como un diálogo entre el discurso poético y una serie de pinturas de José Manuel Broto, a lo que se añade una réplica, un ensayo sobre el trabajo de Broto, a propósito del cual escribe Sánchez Robayna que "su planteamiento o designio es, en verdad, de carácter órfico: una aventura de final desconocido, una inmersión en un dominio del que todo lo ignora, y del que no sabe qué extraerá" y también nombra a esas pinturas como "paisajes del espíritu", "escenarios del rapto espiritual, de la contemplación de lo sagrado". Además de por la pertinencia de estas palabras como comentario a los enigmáticos trazos de Broto, las copio aquí porque han de leerse como referidas a los poemas de este libro, lo que vuelve a dar fe de la coincidencia estética entre pintor y poeta.

A semejanza, pues, de un viaje órfico, narran estos poemas un viaje hacia el centro, a la búsqueda del encuentro de la verdad, la paz, la inmortalidad -o reencuentro, pues se va tras el origen-, y que en su llegada descubre y alcanza el centro espiritual que simbólicamente se halla en el centro de un círculo de islas, las Cícladas, cuyo centro es Delos. Así, el sujeto poético es un Orfeo, o algo más que Orfeo, pues su peregrinación hacia los orígenes -también Grecia como punto de partida de una cultura, de una civilización- no terminará en el fracaso sino en conocimiento y posesión de ese centro en donde lo inaccesible se hace accesible, porque el único viaje válido que se puede realizar es aquél que tiene como meta la llegada al centro de uno mismo.

Si en su Correspondances Baudelaire veía la Naturaleza como "un templo de vivas columnas", introduciendo con ello la dimensión de lo sagrado, aquí se continúa esa visión: "Si todo templo, si hasta el viejo olivo / es pilastra". Pero lo que el viajero ve es la ruina y su palabra poética hace que aquella isla que ayer fue sagrada y bella vuelva a serlo hoy. En los poemas la dispersión del mármol se hace unidad y alianza, la ruina se hace templo. Escritura que no es sino oración, plegaria construida de "restos de naufragada eternidad", de columnas rotas que piedra a piedra vuelven a erguirse bajo el sol, lo único que no la abandona nunca, teselas que recomponen mosaicos letra a letra o jarras que hasta ahora eran sólo mil fragmentos esparcidos. Todo cobra otra vez vida, se hace nuevo -el sentido de unidad de lo múltiple alienta sin desfallecimiento- y el sagrado misterio que habita lo poético reconstruye otra vez la Ciudad Santuario.

Y recuperar el espacio sagrado logra vencer definitivamente al ácido del tiempo y derrota su propio y terrible miedo, "este miedo invencible a la noche de hielo/ que nos espera" y que cifra en la ruina de esa piedra que finalmente lo salva. Entre aquellas piedras que quedaban como "signos de nadie y nada" quedarán hoy y para siempre estos signos poéticos. Como pidiera en el exordio, la divinidad délica entrega a la voz, al poeta, su don, la misma luz poética, y él la ofrece para compartirla en la lectura, al igual que enseña a A., el hijo, a contemplar la piedra recogida en el agua "igual que un don oscuro". Es cuanto puede dar a los lectores, su legado: "pan eterno, belleza". Belleza extraída de la nada, de "nuestro paso en el polvo".