Image: Libro de Jaikus

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Poesía

Libro de Jaikus

Jack Kerouac

8 noviembre, 2007 01:00

Jack Kerouac

Trad. y prólogo: Marcos Canteli / Bartleby. Madrid, 2007 / 215 páginas, 15 euros

En literatura -como en química- la combinación de elementos lo es todo. El soneto encuentra a Garcilaso: la lírica renace. Joyce relee la Odisea: la novela resucita. Eliot refunde la tradición entera en su crisol poético: el mundo no volverá a ser el mismo. Donde la alquimia fracasa, el arte triunfa. La piedra filosofal existe, y se llama reinvención.

Metal precioso es lo que resulta de poner en manos del poeta más libre los versos más puros. En este necesariamente bilingöe Libro de jaikus, Jack Kerouac -leyenda auténtica en un siglo de mitos fraudulentos- extrae oro de la estrofa minimalista por excelencia: el haiku. Tres líneas. Diecisiete sílabas. Una imagen que es una emoción. La humildad ascética de esta métrica de la modestia conviene a la expresión concisa, sin adornos ni concesiones retóricas, de un beatnik que interpretó el sueño americano no como un camino de rosas hacia la Casa Blanca, sino como una carretera tortuosa por el corazón de los Estados Unidos. ¿Qué insensato puede aspirar a ser presidente de la nación de naciones, cuando es posible reencarnarse en vagabundo del dharma?

De esta alineación de astros surge una poesía desnuda, compleja, intensa hasta la conmoción. Adán en tierra de promisión capitalista, Kerouac nombra de nuevo una realidad cruelmente desgastada por el uso: "Ya encontré / gato - una / Estrella silenciosa" (p. 15). Dimensiones antagónicas inundan la imaginación en torrente, contraponiendo objetos -en teoría, sólo en teoría- irreconciliables: "A 50 millas de N. Y. / a solas con la Naturaleza, / Come la ardilla" (p. 17). El poeta no resuelve conflictos: los formula. Inmerso él mismo en el caos, su vocación no es -no puede ser- demiúrgica, sino narrativa. Paradójicamente, el novelista que mecanografió su obra maestra en un único folio de longitud desmesurada para no interrumpir la hemorragia de su prosa se revela poeta capaz de redactar una biografía completa con un puñado de palabras: "El saludo de sus muñecas amarillas / desde la estantería -Mi a-buelastra muerta" (p. 21). Y en su autorretrato apenas invierte un par de trazos: "Amanecer - el escritor / sin afeitar, / Absorto en sus cuadernos" (p. 67). Es la redención de todos los excesos.

Todopoderoso bajo su coraza de perdedor, Kerouac escribió como vivió: sin pedir permiso ni perdón. Abrazando los tópicos del género -pájaros, cerezas, las cuatro estaciones, incontables gatos-, incorpora al haiku un panteón de pseudo-héroes de la Edad del Acero Inoxidable -Coolidge, Hoover, Truman-, la cultura pop más ortodoxa -Custer, su propio Gary Snyder, las hamburguesas de Coney Island-, toda la belleza imposible de la América inmensa -nubes de Iowa, praderas de Oklahoma, la lluvia de Carolina del Norte-. Sus irreverencias al sublime
Basho no son síntoma de rebeldía, sino voluntad de claridad gráfica: "El pequeño gusano/ se baja del tejado/ Con el hilo que caga" (97). Nos hace reír: "Mao Tse Tung ha tomado / demasiadas setas sagradas / De Siberia en otoño" (p. 27). Nos hace pensar: "Escuchar cómo los pájaros usan/ voces diferentes, perder/ Mi perspectiva de la Historia" (p. 35). Habla por nosotros: "Un trueno en las montañas/ es de hierro/ El amor de mi madre" (p. 115).

Símbolo de un American way of life que, lejos de vivirse, se sobrevive, Kerouac se apodera del haiku con la voracidad del converso que recibe a Buda sin despedirse de Cristo. Asimilarlo todo, no renunciar a nada: tal es la consigna del hombre indestructible, autodestruido. No es Merlín: es Midas. Sus versos se calibran en quilates. Más que haikus, universos. Más que un poeta, una fuerza de la naturaleza.