Image: Distrito y circular

Image: Distrito y circular

Poesía

Distrito y circular

Seamus Heaney

3 enero, 2008 01:00

Seamus Heaney. Foto: Andrew Parsons

Ed. de Dámaso López García. Visor. Madrid, 2007. 192 páginas, 12 euros

De los poetas en lengua inglesa nacidos en los años 30 es seguramente el irlandés Seamus Heaney (Castledawson, 1939) uno de los más equilibrados, coherentes y rigurosos en el desarrollo de su poética, equidistante siempre entre el tormentoso simbolismo de un Ted Hughes y la frialdad de otros nacidos en la década anterior, como Middleton y, sobre todo, Charles Tomlinson, de los cuales, en su mayor parte, Visor nos ha venido ofreciendo muestras. También de Heaney, del que esta editorial ya nos entregó en 2003 Luz eléctrica, que nos sirve muy bien para contrastar los valores del que hoy comentamos. Hay en la poesía de Heaney un afán nada burdo o tópico de testimoniar sobre el presente, sobre la realidad aristada de esa década en la que nace y de la siguiente, traspasada por la guerra. También sobre la realidad de su país, Irlanda (Heaney es de origen católico y nació en Irlanda del Norte, con las consecuentes vivencias que han implicado esa zona), pero sin caer en los apasionamientos tradicionales, o como él ha preferido decir "en hacer un despliegue sentimental o simplemente fetichista de lo local", de sus raíces.

Y sin embargo éstas pesan mucho en sus poemas, hasta el extremo de que, de manera sutil y particular en este libro, están siempre presentes a modo de contrapeso, para equilibrar esa otra presencia obsesiva que es la violencia ("el desolladero") de nuestro tiempo y de todos los tiempos, y en cuyo análisis se detiene Dámaso López García, prologuista y fiel traductor de esta versión que suponemos compleja y llena de pruebas. Seamus Heaney recibió en 1995 el premio Nobel y ya entonces la realidad de su tiempo y las raíces de que venimos hablando se volvieron a cruzar en el discurso que leyó en Estocolmo, bien al ser consciente de esa violencia latente en el ser humano que él entonces reconoció como "salvajismo" ("tres mil años después nos deslizamos entre las olas de tantas tomas en vivo de salvajismo contemporáneo, altamente informados y no obstante en peligro de volvernos inmunes"), bien por medio de esas raíces que él revela con viveza al recordar la poesía de su paisano Yeats y, en particular, uno de los más bellos poemas de éste, en que contrapone la sangre derramada por los jóvenes soldados en las guerras a esas abejas y a ese estornino que representan el mensaje mejor de la intemporalidad.

Con el título cargado de simbolismo de este nuevo libro, alusivo a dos líneas del metro londinense -junto a la brutalidad invasora de la realidad que estalla en los campos de concentración y en los gulags, en Iraq y en sus bombardeos, en atentados terroristas de última hora, como el de las torres de Manhattan-, Heaney va desplegando al mismo tiempo un realismo de otro tipo -¿de la cotidianidad?- en el que picadoras de carne, matanzas de cerdos, mazas, empalizadas o cajas de herramientas, parecen querer representar las lacras de una realidad ácida e inevitable. Sin embargo, a veces con brusquedad, el poeta da un salto en el tiempo y vuelve a recordarnos un tema ya tratado por él que atañe al abismarse en los más intemporal: el cadáver de un hombre ahorcado del siglo IV, aparecido en Dinamarca en 1950 ("El hombre de Tollund en primavera").

Pero ese contrapeso en la poesía de Heaney que venimos señalando, es el que aporta sobre todo la memoria del poeta, la que él llamó en el mentado discurso de Estocolmo "el niño en su recámara", las calles y paisajes de su país (recordemos su hermosa prosa "Escrito para los míos"), los chispazos de ruralismo o esos lugares concretos y bellos, ricos en aguas, que son los monasterios medievales de su país, en los que, como afirma Dámaso López, el poeta puede hallar otro tipo de "orden" con el que poder neutralizar el vacío existencial e ir resistiendo los asaltos "de la confusión y el desorden".

Poetas ejemplares de ayer y de hoy (Wordsworth, Rilke, Kavafis, Seferis, Auden, Neruda), le sirven de medio o excusa a Heaney para ahondar en sus divagaciones sobre el centro de la memoria y los desastres de su siglo. De vez en cuando, hallamos en sus poemas símbolos de una gran simplicidad (unos helechos, el fuego del hogar, un aliso, un sendero), que son los que, en definitiva, salvan de las sacudidas de crueldad de nuestro tiempo, de la secular violencia de los humanos. Se está refiriendo ahora el poeta a una "condición humana privada". Y hasta una estela de avión en el cielo (el fugaz rastro del presente) le acaba remitiendo al "aire común", al "aire del jardín", que es el que permite "respirar", el que, una vez más, sana y salva.