Desiertos de la luz
Por Antonio Colinas
1 mayo, 2008 02:00Antonio Colinas. Foto: Carrascal
Antonio Colinas (La Bañeza, León, 1946), uno de nuestros poetas mayores, lanza estos días Desiertos de luz (Tusquets), en el que prosigue su incansable búsqueda hacia "el centro del centro", hacia la esencia de la poesía y de la palabra. Y, aunque viaja ligero de equipaje, le acompañan Händel y Glen Gould, Oriente y Occidente, el caos presente y la eternidad.
¿Conocéis el lugar donde van a morir
las arias de Händel?
Creo que se halla aquí, en este espacio
donde se inventa la infinitud de los amarillos;
un espacio en el centro del centro de Castilla
en el que nuestros cuerpos sanarían
para siempre
si tus ojos y mis ojos
mirasen estos páramos
con piedad absoluta
y en donde hasta el espíritu suele arrodillarse
para hacernos su ofrenda
en rosales de sangre.
En este espacio hay un fuego blanco
en el que viene a expirar la música
que nos llega de lejos, ¡de tan lejos!
¿Conocéis el lugar donde van a morir
las arias de Händel?
Está aquí, en una tierra con más cielo que tierra,
donde los ruiseñores serenan la alameda
y la alameda serena de los ruiseñores,
y con la emanación
húmeda del tomillo más nocturno,
acude un enjambre de estrellas
a venerar la última espina de Cristo.
Es el mismo lugar donde la luz
llora luz,
y la catedral de los cardos
alza su grito de silencio,
y están solas, muy solas, las vírgenes
[anunciadas
y el pueblo, amurallado y muerto,
asciende vivo sobre un horizonte de lágrimas,
no sé si como un salmo
o como una corona de piedras inciertas.
¿Conocéis el lugar donde van a morir
las arias de Händel?
Está aquí, en el centro del centro de Castilla,
donde por los linderos morados
se tensa, como un arco, la luz;
es un espacio en que la nada es todo,
y el todo es la nada,
y en el que junio joven viene por los montes,
vertiendo de su copa oro líquido.
Es un lugar en el que espacio y tiempo
sólo son una hoguera
que arde y que mantiene su combustión
gracias a nuestras vidas (quiero decir:
gracias a nuestras muertes).
La música que más amáis
aquí tiene su tumba.
es la música que, a través de la respiración
[de las espigas,
viene a morir en la luz que respiran
[nuestros pechos
Morada de la luz
El hosco cielo va rodando arriba
y amenaza sobre los montes negros.
Al fin será esta casa mi morada
y hasta lo que es más duro en ella (ese muro
de piedra, tan rotundo)
dormirá sosegado en mi pupila.
En esta casa el tiempo es la ternura
y siempre callo hasta que sea el silencio
lo que discurra dentro de mis venas.
En mi morada no hay días ni noches.
Mi morada es mi día y es mi noche.
Cada mínima estancia es azotea.
Floto en su soledad, bebo en su sombra;
si asciendo a los desvanes de la luz
desciendo hasta un saber que ya no sabe.
Esta casa, en quietud, está girando
-planetario de amor-
en torno del remanso de los cuerpos.
En ella voy, sin ir, a cada sitio
y a sus goces regreso sin marcharme.
Todo cuanto busqué, aquí lo encuentro.
Esta morada es mundo sin el mundo.
En ella suena música que arrastra hacia el sin fin,
marea en la que voy
y vengo (¡mas tan quieto!)
recibiendo respuestas sin palabras
a preguntas que no mueven mis labios.
Y siento que tú estás aquí, aunque no estés,
y que yo estoy en ti, aunque no estoy.
Centro donde te veo al fin ¡tan cierta!;
centro donde, no estando tú,
en plenitud estás para salvarme.
Al fin el corazón ya ha retornado
a escucharse a sí mismo.
Qué dulzura este ir cerrándose a todo
para poderse abrir y comprenderlo todo:
nada hermosa que llega acariciando
mi piel para acallarme,
para acallarme aún más, y serenarme.
Morada del amor con sus anillos
de silencio que silban, mas no ahogan,
porque la sangre de los nuestros ya
no está para dolernos
(la sangre de los nuestros ahora es sólo
la luz de cobre que está ardiendo lenta
en torno de la copa del ciprés).