Image: Oír la luz

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Poesía

Oír la luz

Eloy Sánchez Rosillo

18 septiembre, 2008 02:00

Eloy Sánchez Rosillo. Foto: Archivo del autor

Tusquets. Barcelona, 2008. 154 páginas, 14 euros

Entre la elegía y la celebración la poesía de Eloy Sánchez Rosillo (Murcia, 1948) ha ido creciendo y adensándose a lo largo de los treinta años que separan Oír la luz de aquel inaugural Maneras de estar solo, Premio Adonais, 1977. El registro elegíaco es el componente más importante de su poética pero ahora, entre las evocaciones melancólicas de la infancia, las elegías a la madre y el desasosiego de algunos sueños, asistimos a una serenidad creciente que ya se perfilaba en La certeza (2005): "Ten confianza,/ porque todo otra vez y muchas veces/ ha de pertenecerte en esta vida/ que comienza y que cambia, que retorna/ y que no acaba nunca".

La sencillez expresiva con que Sánchez Rosillo dice su palabra poética sirve para expresar limpiamente una introspección que otorga su protagonismo a los sentidos. No hay otra extrañeza que la propiciada por las epifanías cotidianas que provocan una matizada conformidad con la "poderosa y amorosa" ley que todo lo gobierna. En sus poemas más entusiastas Oír la luz amplía hacia lo metafísico el gozoso acorde existencial sobre el que gravita la reflexión de su personaje, aunque la conciencia de la pérdida mantiene el necesario vínculo con lo real cotidiano. "Abril" o "La ceguera" precisan que no se trata de rehuir ese protagonismo de lo real, sino de percibir más hondo en ello, porque "en el pecho de un hombre cabe el mundo" ("Dentro de mí"). Ya en el alusivo primer poema, "De la naturaleza de las cosas", hallamos una inicial consagración del instante -"este día/ hermosísimo y único del mundo"- en el que la naturaleza elemental y todas las cosas son aprehendidas por una sensorialidad desbordante -"Gallos", "La feria del sol", "Oír la luz"- y, al tiempo, despiertan en la conciencia la inquietud por la oscura razón de su existencia. En esa dialéctica el yo se instala en la serena contemplación que orienta el libro: "El ser testigo fascinado, absorto,/ de tanta maravilla esta mañana,/ me conmueve y me llena el corazón/ de alegría y consuelo".

La evidencia de la fugacidad de la que nace la elegía equilibra el vuelo metafísico al que apuntan ele-
gías como "Mudanza" o "Misericordia": "Porque hay acabamiento/ -polvo, fragmento triste, mandato de la muerte-/ sólo en las ilusorias y caducas presencias/ que la materia finge y sin pausa abandona,/ no en lo que indivisible y luminoso habita/ la casa sosegada de lo eterno". Pero elegía y celebración se asientan fundamentalmente sobre la expresión de una tensión existencial que se formula en varios textos metapoéticos -"El viaje", "Flores de bugavilla", "Una palabra y otra", etc.-, que incluye homenajes literarios -Ramón Gaya, Keats, Emily Dickinson- y que da lugar a una observación apasionada de los seres y las cosas que se traduce en esa convincente energía de palabra creadora que en los dos poemas finales se abre al "Ruego" -"Ayúdame, Señora, a encontrar los poemas…"- y a la gozosa invitación al canto, en un alto y espléndido final: "Tira de ti hacia arriba, sal de ti./ Alza los ojos sin pensar en nada./ ábrelos bien y mira/ toda esta luz que viene del cielo con su música/…/ Y eres alguien, al fin, inocente, invencible,/ un hombre que está vivo como nunca/ y del que brota sin esfuerzo un canto".