Image: La puerta

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Poesía

La puerta

Margaret Atwood

15 mayo, 2009 02:00

Margaret Atwood. Foto: Alonso García

Trad. Pilar Somacarrena. Bruguera. Barcelona, 2009. 272 páginas, 170 euros

Cosas que sabíamos sobre Margaret Atwood (Ottawa, 1939) antes de leer La puerta: es la versión canadiense-feminista-protoecologista-activista política-narradora de ficción de Henry David Thoreau. Cosas que hemos recordado leyendo La puerta: lo divertida que puede ser.

Con Atwood ocurre como con los árboles y el bosque: sus novelas no nos dejan ver su literatura. En siete décadas, la de Ottawa no sólo ha inventado la prosa de la posibilidad (así nos ve ella: como hijos del talvez), sino que, además, ha encontrado un rato (46 años) para componer sinfonías poéticas de, por ejemplo, monosílabos encadenados, como "As if I could. / That's how gods lived: as if" ("Gasolina"). Alérgica a la profundidad autoimportante, Atwood prefiere burlarse de aquello que le preocupa o le interesa: "El poeta ha vuelto a ser poeta / tras décadas en el papel de virtuoso. / ¿No puedes ser las dos cosas? / No. En público, no. / Antes, sí se podía, / cuando Dios era aún venganza atronadora / y disfrutaba del olor de la sangre, / sin llegar a otorgar su perdón resbaladizo. / Esparcías entonces inciensos y alabanzas, / luciendo en la garganta tu collar de serpiente, / y cantabas himnos a los hundidos cráneos de tus rivales, / himnos que terminaban en un pío estribillo. / Sin sonreír de modo deferente, sin preparar galletas, / sin tener que decir Soy, en realidad, una persona amable" ("El regreso del poeta"). La parodia es el sabor a fresa del jarabe, un modo bienintencionado de hacernos más dulce la crítica más amarga, pero ¿realmente lo consigue? Más aún, ¿realmente lo pretende?: "Al mirar al poeta -al poeta famoso- / que revuelve sus entrañas, prepara / su cúmulo de pensamientos destructivos / y deseos vergonzantes, / sus odios rancios, sus tenues pero agudas ambiciones, / no sabes si ser sarcástico o agradecido, / al ver que él se confiesa por nosotros" ("Lectura de poemas").

Con sentido del humor, el ego del artista parece un poco menos sagrado, bastante más mundano y escasamente resistente a la caducidad de lo vulgar: "sí que ganábamos premios; ahí están: / un pergamino, un reloj de oro, un glacial apretón / de manos de la suplente / de la Musa, que no pudo venir en persona, / pero envió recuerdos. Ahora podemos decirnos / piropos el uno al otro / en las cubiertas de los libros. ¿Qué fue / lo que nos hizo pensar que podíamos cambiar el mundo? / Nosotros y nuestros sagaceas sig- / nos de puntuación. Hoy usaríamos una ametralladora / -eso sí que sería diferente-" ("Búho y gatita, algunos años después"). Glorificarse puede ser entretenido, pero autoflagelarse, ah, ningún placer comparable a ése.

Atwood tiene un problema que, desgraciadamente, no muchos padecen: es demasiado inteligente para su propio bien. Por eso a veces pasamos por alto o malinterpretamos el significado más puro de su obra. En algún punto del mapa que es La puerta, es posible encontrar las coordenadas de una verdad irónica, apenas consciente de sí misma, tangible como este suplemento que tiene usted ahora entre las manos. "Algunos venden su sangre. Tú vendes el corazón. / La otra opción era vender el alma. / La parte más difícil es sacarte el maldito trasto". Falibles lectores, ustedes y yo: estemos a la altura de tan soberbio pedigrí.