Historias reales
Margaret Atwood
19 marzo, 2010 01:00Margaret Atwood. Foto: STR
Obra de los viejos tiempos (1981), Historias reales es como la Wikipedia Atwood: no está todo lo que es, pero sí es todo lo que está. Igual que ocurre con Windows, esta Dama de Hierro se presenta en sucesivas versiones constantemente actualizadas. Está la Atwood hiper-autoconsciente, la que, no contenta con ser una diosa de mundos posibles, se pregunta qué significa su divinidad, un mundo, la posibilidad. Luego tenemos a la Atwood Rainbow Warrior, la reencarnación de una Mater Natura que nos arrasa con ciclones y lava y Katrina y pretende que reciclemos. Y aquí llega mi favorita, santa Margaret de nuestros feminismos, la que denuncia abusos, vejaciones, la tortura de la mujer socialmente prevista, por rito, por guerra, o sea, porque sí: "Territorio enemigo, tierra de/ nadie, que se penetra furtivamente,/ cercada, poseída, pero nunca con certeza;/ escenario de estas incursiones desesperadas/ a medianoche, capturas/ y crímenes viscosos, guantes de médicos/ grasientos de sangre, carne inerte, fuente/ del inquietante poder que posees".
Aunque sea un rasgo común a toda su producción, Historias reales suministra una sobredosis obscena de alusión: se habla de buitres, de amor, pero a la anécdota de la realidad subyace la esencia de la ideología. Con su narrativa de ciencia-ficción y poesía como ésta, At-wood propone la imaginación como laboratorio donde poner a prueba la resistencia a la tolerancia, la pasión por la opresión, el odio que el hombre siente por sí mismo y por los que son como él.
Y ahora seamos sinceras y admitamos que, de Historias reales, nos quedamos con lo que no es Historias reales, sino con Bajo el pulgar: cómo me convertí en poeta, icónico artículo publicado en 1996 donde Atwood nos cuenta cosas muy interesantes y divertidas sobre cómo se hace un escritor. Por ejemplo, nos enteramos de que, a los 16 años, Margaret era fan de la poesía de chicos, la que trataba de "matanzas, batallas, mutilaciones, sexo y muerte", y no entendía que, en los 50, los poemas fueran cosa de chicas, "junto al arte del bordado", aunque agradecida estaba de haber nacido mujer además de poeta, porque "si hubiera sido un hombre habría tenido que revolcarme en el barro, en medio de un aburrido debate sobre si era o no un afeminado".
Leer a Atwood es una experiencia parecida a estar a punto de morir: en una milésima de lírica conversacional, toda la historia (la nuestra, la de la humanidad, la futura) pasa por delante de nuestros ojos. "Si esto fuera un poema, yo confiaría en el río,/ de rodillas haría un cuenco con mis manos/ alrededor del hielo líquido, del azul/ ozono. Si esto fuera un poema, tú vivirías para siempre". Premios habrá (y pegatinas) para honrar versos como éstos. Pero no son de este mundo.