Image: Más allá del espejo

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Poesía

Más allá del espejo

John Connolly

6 enero, 2012 01:00

John Connolly. Foto: Quique García

Traducción de Carlos Milla Soler. Tusquets. Barcelona, 2011

La última novela de John Connolly, el dublinés que amaba Maine (y a sus escritores: es fan, y se nota, de Stephen King), no es en realidad la última novela de John Connolly. Publicada originalmente en 2004, Más allá del espejo formó parte de Nocturnes, una colección de relatos (con parejas de detectives y aspirantes a escritor recién separados que pierden a su hija en el bosque) aún inédita en español. Así que no es exactamente una novela. Pero tampoco es un relato. Es una nouvelle, un ejercicio de esgrima literario (en el sentido en que lo es La metamorfosis respecto a El castillo, en palabras de Bolaño), contrapuesto al brutal combate que se libró en El ángel negro, una de las cumbres de su particular noir satánico, y, en orden cronológico, la novela que sigue a esta pequeña (aunque honda) historia.

En ella aparece por primera vez El Coleccionista (personaje clave en Voces que susurran), un misterioso y maloliente tipo obsesionado con saldar una vieja deuda con el protagonista, un abominable asesino de niños llamado John Grady que, cuando arranca el relato, es el cadáver más odiado del cementerio. Aunque su casa, la casa en la que escondía a todos esos niños, sigue en pie. Y lo sigue por culpa del padre de una de las niñas que Grady asesinó, que cree que mientras siga en pie, lo que allí ocurrió no se olvidará y, por lo tanto, no volverá a repetirse. El caso es que, como propietario de la casa, Frank Matheson, el padre de la niña asesinada, debe revisar el correo de vez en cuando y asegurarse de que ningún fan de lo macabro (como Ray Czabo, el coleccionista de objetos de escenas de crímenes que Parker conoce demasiado bien porque incluso estuvo en su casa después de que mataran a su mujer y a su hija para llevarse un pequeño souvenir y que aquí vuelve a aparecer) se lleve uno de los presumiblemente valiosos espejos que cubren las paredes de la casa. Porque la casa está repleta de espejos. Espejos horriblemente siniestros que, de hecho, constituyen el único mobiliario de la casa. Pero a Matheson no le preocupan los espejos. Lo que le preocupa es la foto que ha encontrado en el buzón. La foto de una niña con un bate de béisbol. Una niña que podría ser su hija y que podría estar en peligro. Y aquí es donde aparece Charlie Parker. ¿Su misión? Tratar de descubrir qué demonios está pasando en la Casa Grady. En concreto, por qué alguien enviaría una foto de una niña a un lugar deshabitado. Y quién puede ser ese alguien.

Con su cinismo intacto (Parker es, sin duda, un sabueso mordaz), el detective (a punto de ser padre por segunda vez: Rachel está aún embarazada) no tarda en adentrarse en un campo de minas trazado con el musculoso pulso narrativo que caracteriza a Connolly, autor especialmente dotado para la ambientación (el lector podrá sentir que se sienta a la mesa con Parker y su cliente en un cibercafé de Portland y visitará más tarde el bareto que regenta la única víctima de Grady que logró escapar con vida, porque todo lo que describe está poderosamente y, a la vez, sencillamente, vivo) y, cómo no, el misterio. Misterio que en este caso, tratándose de una distancia extremadamente corta (el relato apenas cuenta con once capítulos, algunos de una sola página), se sirve tan concentrado que prácticamente exige ser engullido de un solo trago. No es la historia (después de todo, Grady parece un asesino del montón) sino la capacidad de Connolly para el dibujo de las peripecias personales de sus personajes (son pocos, pero todos están bien construidos, maravillosamente cimentados sobre sus debilidades) y el golpe de efecto (fantasmal) final, especialmente necesario en este caso para romper (de una vez por todas) el hechizo, lo que hace de esta novela un perfecto ejemplo de ejercicio de esgrima (literario) de género.