Don DeLillo, confesiones frente a la cámara
3 de septiembre
Había un hombre de pie contra la pared norte, apenas visible. La gente entraba de dos en dos y de tres en tres y se detenía en la oscuridad mirando la pantalla y luego se iba. En ocasiones apenas traspasaban el umbral, grupos más grandes entrando como sin rumbo, turistas aturdidos, y miraban y trasladaban el peso del cuerpo de un pie al otro y luego se iban.
No había donde sentarse en la galería. La pantalla descansaba directamente en el suelo, unos tres por cuatro metros, sin elevación, en mitad de la sala. Era una pantalla translúcida y habíapersonas, pocas, que se demoraban el tiempo suficiente como para ir derivando hasta el otro lado. Se quedaban un momento más y luego se iban.
La galería era fría y solamente la iluminaba el débil parpadeo gris de la pantalla. Al fondo, en la pared norte, la oscuridad era casi completa y el hombre que allí permanecía en solitario se acercó una mano a la cara, repitiendo, muy lentamente, la acción de una figura de la pantalla. Cuando se abría la puerta deslizante de la galería y entraba gente, llegaba un atisbo de luz de la zona de más allá, donde se juntaban otras personas, a cierta distancia, hojeando los libros de arte y las postales.
Pasaban la película sin diálogo ni música, sin banda sonora alguna. El guarda del museo permanecía en el interior, junto a la puerta, y había quien lo miraba al salir, buscando el contacto ocular, algún tipo de entendimiento que pudiera tenderse entre ellos y que validara su desconcierto. Había otras galerías, plantas enteras, no tenía sentido demorarse en una sala aislada donde lo que estuviera ocurriendo tardaba para siempre en ocurrir.
El hombre de la pared miró la pantalla y luego empezó a moverse a lo largo de la pared adyacente hacia el otro lado de la pantalla para así poder observar la misma acción en una imagen invertida. Vio a Anthony Perkins alargando la mano, la derecha, hacia la puerta de un coche. Sabía que Anthony Perkins utilizaría la mano derecha a este lado de la pantalla y la mano izquierda al otro lado. Lo sabía, pero necesitaba verlo, y se desplazó por la oscuridad a lo largo de la pared lateral y luego se apartó unos palmos para ver a Anthony Perkins en este lado de la pantalla, el lado contrario, utilizando la mano equivocada para alcanzar la puerta de un coche y abrirla. Pero ¿podía afirmar que la mano izquierda fuese la equivocada? ¿Por qué iba a ser este lado de la pantalla menos fiable que el otro?
Un segundo guarda se acercó al primero y ambos hablaron un rato sin hacer ruido mientras la puerta deslizante se abría de modo automático para dejar pasar a la gente, con niños, sin niños, y el hombre regresó a su lugar en la pared, donde ahora permanecía inmóvil, mirando a Anthony Perkins volver la cabeza.
El más ligero movimiento de la cámara era un profundo desplazamiento del espacio y del tiempo pero la cámara no se movía ahora. Anthony Perkins está volviendo la cabeza. Era como en números enteros. El hombre podía contar las gradaciones en el movimiento de la cabeza de Anthony Perkins. Anthony Perkins vuelve la cabeza en cinco movimientos incrementales y no en un gesto continuo. Era como ladrillos en una pared, claramente contables, no como el vuelo de una flecha o el de un pájaro. Más bien no era ni dejaba de ser parecido a nada. La cabeza de Anthony Perkins girando sobre el tiempo en lo alto de su cuello largo y delgado.
Sólo el más atento escrutinio proporcionaba esta percepción. Halló que durante unos minutos no lo distraían las idas y venidas de los demás y fue capaz de observar la película con el grado de intensidad requerido. La naturaleza de la película permitía la concentración total y también dependía de ella. El implacable ritmo de la película carecía de significado sin una correspondiente atención, sin el individuo cuyo absoluto estado de alerta no traicionara lo que se requería. El hombre se quedó mirando. En el tiempo que Anthony Perkins tardó en volver del todo la cabeza, una serie de ideas relativas a la ciencia y la filosofía y otras cosas innominadas pareció flotar en el aire, o quizá estuviera él viendo demasiado. Pero era imposible ver demasiado. Cuanto menos había que ver, más se esforzaba y más veía. Ahí estaba la cuestión. Ver lo que hay, finalmente mirar y saber que está uno mirando, sentir el paso del tiempo, estar vivo a lo que ocurre en los más pequeños registros del movimiento. [...]
La verdadera vida no es reducible a palabras habladas ni escritas, por nadie, nunca. La verdadera vida ocurre cuando estamos solos, pensando, sintiendo, perdidos en el recuerdo, soñadoramente conscientes de nosotros mismos, los momentos submicroscópicos. Lo dijo más de una vez, Elster, de más de una manera. Su vida ocurría, dijo, cuando estaba ahí sentado mirando una pared vacía, pensando en la cena.
Una biografía de ochocientas páginas no es más que una conjetura muerta, dijo.
Yo casi lo creía cuando me decía tales cosas. Decía que hacíamos eso todo el tiempo, todos nosotros, llegamos a ser nosotros mismos por debajo del fluir de los pensamientos y las imágenes apagadas, preguntándonos ociosamente cuándo moriremos. Así es como vivimos y pensamos, sepámoslo o no. Son los pensamientos sin clasificar que tenemos mientras miramos por la ventanilla del tren, pequeñas manchas apagadas de pánico meditativo.
El sol se consumía en llamas. Eso era lo que él deseaba, sentir cómo se le metía a golpes en el cuerpo el profundo calor, sentir el propio cuerpo, reclamarle el cuerpo a lo que llamaba náusea de las Noticias y del Tráfico.
Esto era desierto, más allá de los límites de las ciudades y de los pueblos dispersos. Estaba aquí para comer, dormir y sudar, aquí para hacer nada, permanecer sentado y pensar. Estaba la casa y luego nada más que distancias, no panoramas ni grandes horizontes, sólo distancias. Estaba aquí, decía, para dejar de hablar. No había nadie con quien hablar, salvo yo. Lo hacía muy de vez en cuando al principio y nunca en la puesta de sol. No eran éstas las gloriosas puestas de sol de la jubilación con acciones y obligaciones. Para Elster, la puesta de sol era una invención humana, nuestra disposición perceptiva de la luz y el espacio en elementos de maravilla. Mirábamos y nos maravillábamos. Había un temblor en el aire mientras los colores y las formas terrestres innominadas iban adquiriendo definición, claridad de línea y extensión. Quizá fuera la diferencia de edad entre ambos lo que me llevara a pensar que él percibía algo distinto con la última luz, una desazón persistente, sin inventar. Ello explicaría el silencio.
La casa era un triste híbrido. Había un techo de metal corrugado sobre un exterior de tabla con un camino empedrado sin terminar en la parte de delante y una plataforma añadida sobresaliendo a un lado. Allí era donde nos sentábamos durante sus horas acalladas, cielo alumbrado por antorchas, la cercanía de los montes apenas visibles a la hora blanca del mediodía.
Noticias y Tráfico. Deportes y el Tiempo. Esos eran sus agrios nombres para la vida que había dejado atrás, más de dos años viviendo con las mentes apretadas que hacían la guerra. Todo era ruido de fondo, decía, haciendo un gesto con la mano. Le gustaba hacer con la mano el gesto de dar por cerrado el tema. Estaban las evaluaciones de riesgo y los papeles de política, los grupos de trabajo interinstitucionales. Él era el intruso, un erudito con cierta capacidad de aprobación pero sin experiencia de gobierno. Se sentaba a la mesa en una sala de conferencias securizada con los planificadores estratégicos y los analistas militares. Estaba ahí para conceptualizar, como él decía, entre comillas, para aplicar ideas y principios de gran alcance a materias como el despliegue de las tropas y la contrainsurgencia. Había cambiado todo aquello por espacio y tiempo.