Opinión

Gabriel Miró, humo dormido

Los Alucinados

12 diciembre, 1999 01:00

Miró no era académico ni madriles, sino un levantino triste, un mediterráneo de bellezas excesivas, como obra romana devuelta por el mar

Aquellos ojos claros, aquel destino triste de hombre guapo, aquel cristianismo suyo, más ritual que esencial, más catedralicio que teológico. Hasta El obispo leproso, claro.

En El obispo leproso y el tomo subsiguiente, Nuestro Padre San Daniel, Miró se atreve por fin con la Iglesia y la lepra. Una cosa es la otra y a la inversa. El obispo se quema a escondidas las llagas de la lepra, él mismo, como otros obispos se queman otras maldiciones de la carne. Es el libro donde Miró se revalida de gran novelista, porque en puridad hay tres Mirós: el paisajista prodigioso, autobiógrafo incansable, minutísimo, que deja que su vida ascienda y se consuma como el humo dormido de las casas infantilizadas por la lejanía. Otro Miró: el de las novelas cortas, que es algo así como un Flaubert recargado, un Flaubert del bien, porque a Miró le mata un exceso de bondad que asimismo le convierte en un folletinista del bien, con mujeres hermosas y herméticas, héticas con hache y sin hache, abrasadas de deseo e hiperestésicas de castidad. Era una sociedad provinciana de entre dos siglos, Miró o la provincia, unos amores imposibles y de luto bajo el sol duro y seco y quieto de Levante, pero todo lo salva la palabra, el excelso adjetivo. Y, finalmente, el gran novelista de El obispo. Los tres en uno se presentaron a la Academia -con el aval de Azorín- y ninguno salió. Miró no era académico ni madriles, sino un levantino triste, un mediterráneo de bellezas excesivas, como obra romana devuelta por el mar.
Aquí en Madrid vivía en casa de un pariente rico que le había cedido el despacho pobre para escribir. Intenta la glosa evangélica en Las figuras de la Pasión, algo así como el Salambó flaubertiano hecho por un católico. No veo que se haya estudiado bien la influencia de Flaubert en Miró, pero a mí me parece recurrente, aunque no constante.

En los primeros sesenta gané yo un premio de cuentos que se llamaba "Gabriel Miró" y lo daban en Alicante, con algún dinero. Dámaso Alonso y Vicente Ramos me recibieron como si yo fuera el propio Miró, cuya tumba me llevaron a visitar, por supuesto. El periodista que más escribió de aquello fue el malogrado Pedro Rodríguez, que entonces ejercía sus adivinaciones prematuras en Información de Alicante.

Más que el premio a un cuento yo creo que fue el premio a una devoción, pues Miró me encandilaba y empalidecía en su prosa biográfico/paisajística, que sin duda es lo mejor de lo suyo. He aquí otro escritor sin género que tuvo que inventárselo y lo definió muy bien, "años y leguas", "niño y grande", etc. El Miró de los cuentos y novelas cortas ya se ha dicho que, dentro de su abrumadora perfección, agobia por un exceso de bondad, donde todas las hembras son decentísimas, todos los curas tienen manos prelaticias y todos los niños son o han sido misarios, o sea monaguillos de ayudar a misa, que luego hay los monaguillos campaneros, en el pequeño y entrañable mundo de Miró. Yo mismo fui niño misario, nunca campanero, y por eso entiendo bien esas diferencias y categorías del gran escritor valenciano.

Paisano de Azorín, el maestro le ayuda silenciosamente, porque Azorín era un generoso del sigilo, un sigiloso de la generosidad, y habla bien de todo el mundo, pero sin dar un ruido, sin hacer el escándalo del bien como otros hacen el escándalo del mal. Azorín y Miró estaban trabajando el mismo terreno, pero Miró con mucha más espontaneidad y riqueza literaria, y sin embargo Azorín nunca le niega ni perjura, sino que incluso le duele mucho cuando se lo rechazan en la Academia, a su paisano.

Años y leguas. El tiempo y el mundo. La memoria y el paisaje. Con estos dos elementos fragua Miró sus mejores libros, sobre todo cuando se libera de argumentos provincianos que, aunque los lleva con primor, empequeñecen y aldeanizan su visión desnuda e inmensa del mundo, de la distancia que hay en el campo entre vida y vida, de los mojones de tiempo que nos permiten leer el paisaje como historia, como autobiografía.

Miró no fue hombre de tertulias. Miró fue más bien hombre de visitas, que entonces se hacían muchas visitas y la gente se pasaba la vida visitándose sin previo aviso, pues que no había teléfono. Miró fue el gran visitador de aquella pequeña burguesía terrateniente y modesta, ingenua y enlutada. Se le nota que escribe borracho de moscatel, lejos del vino verde de Verlaine o el opio de Baudelaire. Tanto moscatel le ablandó un poco a las señoritas, que también eran de moscatel, señoritas delusivas, como las hubiera definido Azorín. Parece como si Miró anduviese de casa en casa buscando novia, un buen partido o un gran amor.

Gabriel Miró, humo dormido. No se comprende cómo llegó, este gran tímido y orífice de la palabra, a la osadía de El obispo leproso, que es una cosa como de Barrés o Claudel, pero más intensa y española, levantina.
Humo dormido en los veranos eternos de Levante en calma, derechura de ese hilo de humo que sube al cielo, como la respiración de un ángel. La aportación de Miró al lenguaje es millonaria, pero se trata generalmente de un lenguaje rural, cosa que en Madrid y sus academias a veces dice poco. Llega más, y queda en los periódicos, el neologismo político, literario, que esas frases de pastor. La genialidad de Miró está precisamente en pastorear todo un idioma o un dialecto. Miró es pastor del habla y en esto supera con mucho a su maestro Azorín.

Es curioso cómo la provincia provincianiza y cómo Madrid vive de espaldas a la gran cultura rural, cuando somos o hemos sido ante todo un puro ruralismo de ovejas destripadas y perros ahorcados. Nos fascina la palabra nueva de Miró, que a lo mejor es viejísima, pero esa palabra no dice nada en el café, el casino, la Universidad o las academias. Madrid ejerce un rechazo insospechado sobre su propio fondo agrario, que tiene por Santo Patrón un labrantín, y ese rechazo es el que hiere a Miró, le empuja hasta matarle. él era un hombre bueno y bello, pero Madrid corrompe a los buenos y seduce a los bellos. Así acabó Madrid con uno de los grandes prosistas del siglo. Hoy tiene una plaza en las Vistillas, pero la estatua de la plaza es de Gómez de la Serna.