Vermeer: 'Vista de Delft', 1660-1661

Vermeer: 'Vista de Delft', 1660-1661

Opinión

Vermeer, el genio de las pequeñas cosas

¿Qué habría pensado Vermeer de la basura brutal, de los clichés de publicidad personal que hoy pasan por arte? El crítico George Steiner analiza en este artículo la actualidad del pintor de Delft

24 octubre, 2001 02:00

¿Qué pasa con Vermeer? Prácticamente desconocido o catalogado entre maestros menores holandeses durante dos siglos tras su prematura muerte en 1675, Vermeer provoca ahora algo muy próximo a la histeria. Una exposición de Vermeer atrae a colas extasiadas. La venta de un cuadro -¡hay tan pocos!- es casi inconcebible, porque la obra escapa a la tasación. Ninguna hipérbole parece adecuada. Es célebre que para Proust, que la contempló en la sombra de su propia muerte, la Vista de Delft de Vermeer (1660-61) era el mejor cuadro del mundo.

Stratford, Eisenach, Delft: pequeñas comunidades provincianas y cerveceras de las que brotan titanes: un Shakespeare, un Bach, un Vermeer. Pepys pasó por Delft en 1660: “Una ciudad encantadora, con puentes y un río en cada calle”. Una ciudad atestada de conventos y monasterios que había padecido la acostumbrada visita de la guerra, la peste, la recesión económica y las revueltas religiosas. Una ciudad parcialmente destrozada por la explosión de su polvorín en octubre de 1654, pero que conservó a lo largo de la vida sedentaria de Vermeer, y que conserva aún, un don especial para el silencio, para el movimiento de la luz a través del agua, para la tranquila claridad de sus campanas. Las “Vistas de Delft” incluso de autores menores, componen en sí mismas un género inolvidable.

Una vez más volvemos a Vermeer con una clara sensación de lo incomparable

Tras la muerte de su padre, Johannes Vermeer tuvo que ayudar a su madre y a su hermana mayor a llevar la fonda del Markt. No sabemos nada de los que le enseñaron a pintar, sólo que se unió al gremio de pintores en diciembre de 1653. Su biografía es discreta y doméstica de forma casi desafiante. La conversión al catolicismo llegó con un matrimonio económicamente sensato. Entre 1645 y 1674 nacieron 11 hijos (¿qué diría Bach si lo oyera?). Sabemos de un puñado de coleccionistas y clientes locales. Vermeer sólo produjo dos o tres obras al año. Han sobrevivido unos 35 cuadros, que representan según los especialistas por lo menos tres cuartas partes de la obra total del artista. (Los picassos se pueden contar por miles). Hay pruebas de que los cuadros de Vermeer se consideraban raros y caros en vida del artista. La entrega era lenta.

Los últimos años de su breve vida -murió a los 43- se vieron ensombrecidos por problemas económicos. En contra de la costumbre, parece que Vermeer no tuvo alumnos ni taller. Y aunque su arte era, por lo que podemos ver, profundamente admirado y valorado por los cognoscenti de Delft y sus alrededores, no produjo imitadores contemporáneos ni especial atención de la crítica. El despertar se produjo en el siglo XIX.

Pero Vermeer no era lo que los científicos podrían llamar un “aislado”. Como muchas otras comunidades holandesas, Delft tenía su linaje y contexto artísticos que se muestran con lúcida autoridad en el soberbio volumen publicado con ocasión de la exposición en el Metropolitan de Nueva York, Vermeer and the Delft School, de Walter Liedtke (Yale University Press, 2001).

¿Qué habría pensado Vermeer de la basura brutal, de los clichés de publicidad personal que hoy pasan por arte? ¿De las falsas ametralladoras, de los sacos rasgados?

Pero una vez más volvemos a Vermeer con una clara sensación de lo incomparable. De cuadros como La lechera de 1617, Chica con sombrero rojo o la Chica con un pendiente de perla han escrito con prodigalidad historiadores del arte, críticos, hombres y mujeres embelesados. Siguen desafiando a las perífrasis de cualquier tipo, incluso las de Proust. Sugieren intimidad, temas domésticos del alma humana aparentemente inaccesibles para los demás.

La percepción de Vermeer de las mujeres tiene una penetración que es antítesis total del voyeurismo, del que hay gran abundancia en un Rembrandt o en un Picasso. La utilización de Vermeer de los instrumentos musicales evoca el silencio de forma irrepetible, algo tan obvio y tan indecible como las “melodías no escuchadas” de Keats. El motivo recurrente de los grandes mapas murales que aparecen detrás de los personajes no sólo es una muestra de magia en la realización sino también una manifestación de las tensiones entre los genios locales de Delft y el mundo en general que estaba siendo explorado y explotado por los mercaderes holandeses.

Hay tristezas veladas en Vermeer, esperas inquietas de cartas, insinuaciones de renuncia (¿a quién, a qué le está diciendo adiós la Joven ante una espineta de 1670-72?). Pero no hay pobreza, ni enfermedad, ni desesperación en un momento en que éstos abundaban. ¿Es esto una limitación?

La percepción de Vermeer de las mujeres tiene una penetración que es antítesis total del voyeurismo que abunda en un Rembrandt o en un Picasso

Los comentarios son inútiles ante El Arte de la pintura asignado a finales de la década de 1660. Vermeer está pintando un Vermeer. Rodea su representación con otros géneros: tapices, grabados, escultura. La música y la impresión están representadas. Los patrones de flores, sobrecogedores por su perspectiva, tienen su contrapunto en el chaleco del artista y en los pliegues de su camisa. El mapa es, de nuevo, una maravilla de retórica silenciosa. Esta pintura de una pintura reduce el lenguaje a sus límites, muy amablemente pero sin concesiones.

Uno sale del libro, que es un auténtico tesoro, y de las exposiciones en Nueva York y en la National Gallery de Londres, con sentimientos contradictorios. Hay un enorme deleite: por la enorme fortuna de la supervivencia y (con sombrías excepciones) el buen estado de conservación de estas obras. Hay una aura de paz concentrada, una concentración de luz que quizá no tenga parangón. Pero también hay tristeza, y un barrunto de pérdida irreparable. ¿Qué habría pensado Vermeer de la basura brutal, de los clichés de publicidad personal que hoy pasan por arte? ¿De las falsas ametralladoras, de los sacos rasgados o de las galerías prácticamente vacías de la nueva Tate? ¿Qué es exactamente lo que ha hecho imposible para nosotros la creación, la comunicación del peso, del resplandor de las cosas y de sus conservadores humanos que tan abundantes son en Vermeer? ¿A quién estamos engañando si no es a nosotros mismos?