Opinión

Mi autobiografía: El gran castillo

por Stanislaw Lem

6 abril, 2006 02:00

Acaba de morir en Cracovia Stanislaw Lem, unos de los genios de la narrativa del siglo XX y autor de culto en todo el mundo. Con este motivo, El Cultural publica hoy en primicia el comienzo de su novela autobiográfica El gran castillo, inédita en español, que la editorial Funambulista publicará tras el verano. Un acontecimiento editorial que marcará la recuperación de otras obras del escritor polaco, como Vacío perfecto, Golem XIV y Magnitud imaginaria, que junto a Provocación (Funambulista, 2005), conforman la obra magna del pensamiento de Lem, la Biblioteca del Siglo XXI. La traducción es de Teresa Bonneau-Kwiecien.

¿Recordáis todas esas cosas sorprendentes que los liliputienses encuentran en los bolsillos de Gulliver? ¿Todos esos objetos misteriosos y fantásticos, el peine-empalizada, el enorme reloj que suena rítmicamente, y tantas otras cosas por completo oscuras? Yo también fui un liliputiense. Conocí a mi padre a base de subirme encima de él, que estaba sentado en una silla alta, penetrando en los bolsillos autorizados de su chaqueta, que olía a tabaco y a hospital. En el bolsillito izquierdo del chaleco guardaba un cilindro metálico que se asemejaba a un obús para caza mayor, que se desmontaba mostrando una pequeña pirámide de embudos, cada cual más pequeño que el anterior. Era su endoscopio. El bolsillo más cercano albergaba un lápiz del que apenas quedaba nada, embutido en un tubo dorado que alguien con más fuerza que yo en aquel entonces hubiera podido abrir. En la chaqueta, dentro de un estuche de metal, había un monedero diminuto, pero no para las monedas, pues no contenía nada salvo un pedazo de fieltro que se desplegaba si se accionaba el mecanismo.

Allí también había una cajita de plata que contenía una especie de lámina plateada con un trozo de caucho color de tinta pegado a uno de los lados. Estaba prohibido tocarla, pues al hacerlo los dedos se ponían violetas de inmediato. En el bolsillo opuesto se encontraba un espejo redondo con un agujero en medio, prendido a una cinta negra con un imperdible. Este espejo agrandaba mi rostro y mi ojo parecía un estanque con el iris nadando en él como un gran pez color castaño, y mis pestañas se convertían en largos juncos. De una cadenita dorada colgaba, fijado como un ancla al chaleco, un reloj pequeño y muy plano; era de oro y con tres tapaderas. Mostraba cifras que se llamaban romanas y tenía un segundero. Yo solo no conseguía abrir la tapa del fondo, pero había visto que debajo se encontraban unas ruedecillas y unos rubíes, como ojos que refulgían mientras se ponían a andar. Así fue como fui conociendo de cerca a mi padre.

Mi padre llevaba camisas blancas con rayas negras muy finas. Los puños iban fijados con ayuda de botones, y los cuellos eran rígidos, prendidos por agujas. En los cajones había muchos cuellos, agradables al tacto, y yo sabía que con ellos se podía hacer cosas interesantes pero no tenía ni idea de qué. La corbata de mi padre era suave y negra, como si fuera una cinta con un gran lazo en la punta. El sombrero era ancho, de ala flexible y llevaba una goma de la que se podía tirar. Y había dos bastones. Uno de ellos desaparecía de cuando en cuando. Eran unos bastones bastante vulgares. Mi tío tenía un bastón mucho más interesante, con una cabeza de caballo. Y luego, otra persona anciana utilizaba un bastón con pomo de marfil. Pero este bastón no lo vi jamás de cerca, ya que me escondía tan pronto llegaba su propietario, del miedo que me daba su manera de resoplar. Yo no sabía que no pretendía asustarme. Era una especie de tío o tío abuelo, pero en mi opinión no tenía nada de un tío.

Vivíamos en un piso de seis habitaciones, pero yo no tenía habitación propia. Al lado de la cocina había una sala de paso, anexa al cuarto de baño, tras una puerta del color de las paredes de la sala, amueblada con un viejo sofá y un aparador antiguo y feo y unos cajones debajo de las ventanas en los que mi madre guardaba provisones. Luego había un pasillo con puertas que desembocaba en el comedor, el despacho de mi padre y el dormitorio de mis padres. Una entrada separada llevaba a la zona reservada, sala de espera para los pacientes y consulta donde mi padre recibía. Yo vivía pues en todas partes y en ningún lado. Al principio dormía con mis padres, y después en el comedor en un sofá. Yo intentaba afianzarme en algún lugar pero la cosa no funcionaba. Cuando el tiempo era bueno ocupaba el balconcito de piedra al que se llegaba cruzando el despacho de mi padre.

Desde allí entablaba batallas contra los edificios de enfrente, sus chimeneas convertidas en buques de guerra. A veces, yo mismo era Robinsón en su isla desierta. Mis centros de interés tomaban la forma de una madreselva que se enroscara alrededor de las sensaciones gastronómicas, así que me daba por amasar provisiones. Entre mis reservas tenía granos de maíz en cucuruchos de papel, y también habas, y si la estación lo permitía, cerezas, cuyos huesos eran excelente munición para ser arrojada con armas cortas o bien directamente con la mano. Alguna vez cogía a escondidas caramelos blandos de café o directamente de la mesa restos de algún postre. Me rodeaba de este modo de cucuruchos y platitos y podía así iniciar mi difícil vida de solitario.

Pecador y delincuente, no me faltaba materia para reflexionar. Aprendí a entrar mediante efracción en los cajones del aparador en los que mi madre guardaba los bollos y los pasteles; lograba abrir el cajón y me dedicaba a desgajar todo el borde del pastel con tal precisión que no se notara la parte sustraída. Después recogía y me comía todas las migajas, y chupaba el cuchillo, objeto del delito, para no dejar ningún rastro. Alguna vez mi pasión se revelaba superior a mi razón frente a las frutas confitadas, y llegaba a privar la superficie de los pasteles de toda su ornamentación. Las superficies calvas, desguarnecidas de naranjillas, grageas verdes y de otros colores, no se podían ocultar fácilmente, con lo que yo esperaba resignado, desesperado y estoico las consecuencias de aquel fatídico gesto mío.

Como vecinos en el balcón tenía dos laureles, con sus tiestos de madera. El uno daba flores blancas, el otro rosas. Nuestra convivencia era neutra, me dejaban bastante indiferente. Dentro del piso también había algunas plantas degeneradas, parientes enanas de la flora sureña, una especie de palmera que no acababa de marchitarse al tiempo que iba muriéndose con su color oxidado, un filodendro de hojas metálicas y un pequeño abeto o pino, la verdad no sé qué sería, que cada año echaba algún brote pequeño y nuevas agujas olorosas (…).