La lupa planetaria de internet no abarca algunas obras artísticas importantes. Este año falleció la pintora francesa Rolande Sassin y solamente sus amigos íntimos fueron conscientes de la magnitud de la pérdida. Yo la vi a menudo rodeada de pergaminos musicales, estampas japonesas, vasijas españolas. Me describía su infancia en hospicios del período de entreguerras o me hablaba de su desdicha en los felices años veinte. En la juventud, cuando aún eran tiempos de sensualidad en las medinas de las ciudades sureñas, expuso la belleza física ante los retratistas de Argelia. Después empezó a dibujar con tanto talento que su maestro y amante, Henri Petit-Jacques, renunció al oficio. Juntos pusieron sus pocas propiedades en un automóvil y luego se refugiaron en un barco. Libre, Rolande pintaba desnuda en la fosa del velero.
Ninguna de sus búsquedas estéticas coincidía con las modas resaltadas por las lentes de aumento publicitario. A una edad en que los hombres se disuelven en un charco de hiel, ella celebraba la vida y disputó carreras a niños y perros. Hay arte de verdad en su nombre escondido.