Política y gestión cultural: ¿Qué podría mejorar?
Alberto Conejero y Marta Pérez analizan la complejidad de la contratación de direcciones artísticas en museos, teatros y festivales.
En una democracia plena...
Alberto Conejero. Dramaturgo y exdirector del Festival de Otoño.
La contratación de las direcciones artísticas, ya sea por asignación directa o por concurso, debe estar siempre sujeta a códigos de buenas prácticas que regulen tanto sus obligaciones como su autonomía.
En una democracia plena, las instituciones públicas asumirían que las personas designadas para esta tarea compleja y exigente no ejercen como politruk ni propagandistas ideológicos sino como figuras de mediación e intersección con proyectos refractarios al sectarismo y a las veleidades de las contingencias políticas.
En una democracia plena, el Estado, las autonomías y los ayuntamientos asumirían como una garantía democrática la presencia de direcciones artísticas autónomas y críticas si es necesario con el poder que las contrata.
La libertad de expresión no significa deslealtad ni la autonomía autarquía; una y otra constituyen condiciones indispensables en la gestión cultural. En una democracia plena, los poderes evitarían las direcciones artísticas serviles y celebrarían el diálogo crítico desde la cultura de su desempeño político. Dentro de la legislación vigente, la libertad de expresión es innegociable.
La duración de los contratos debe estar ligada a la de los proyectos artísticos con evaluaciones periódicas y debe prever también los periodos de transición y de relevo. Es habitual que los plazos artísticos no coincidan con los políticos y se produzcan reemplazos abruptos en las direcciones artísticas.
La dirección artística debe ser entendida como una enorme responsabilidad
En estos casos, las instituciones deberían velar por la salvaguarda de los proyectos que hayan demostrado su excelencia y provecho para la ciudadanía, y, ante todo, por la protección de los trabajadores culturales cuya labor estuviera ya comprometida en el corto y medio plazo.
En el sector de las artes escénicas es acuciante la habilitación de mecanismos que protejan a las creadoras y a los creadores y que las funciones “cerradas” –aunque sea en un período de un año para evitar la tentación de dejar programaciones sine die– no dependan de la buena fe ni de la palabra de nadie ante los cambios electorales y no se produzcan cancelaciones con justificaciones inconsistentes.
La dirección artística no debe ser entendida como una recompensa por una trayectoria sino como una enorme responsabilidad de servicio público. Es apasionante, pero también exigente y, casi siempre, muy erosionante para quien la ejerce.
Los representantes políticos deberían ser especialmente respetuosos (y hasta sensibles) en el momento en que alguien –por decisión propia o no– abandona el cargo. Es el poder quien ha de habilitar las condiciones para que los relevos no perjudiquen a las entidades ni dañen a los que han sido sus representantes, en muchas ocasiones profesionales independientes que regresan a trabajos frágiles.
Termino con un apunte personal. Siempre eres un huésped en un cargo así. Si al abandonarlo has dejado más espacio, más luz y más futuro habrás cumplido y no serán necesarias demasiadas palabras. Por ejemplo, no más que estos tres mil caracteres con espacios.
La entelequia de las buenas prácticas
Marta Pérez Ibáñez. Investigadora y expresidenta del Instituto de Arte Contemporáneo (IAC)
En un sector complejo en su heterogeneidad, precario en su capacidad de supervivencia, débil en apoyos, desigual y desequilibrado, existe entre sus profesionales, sin embargo, un cierto compromiso por analizar la situación general, buscar maneras de optimizar recursos y estrategias y articular medidas, propuestas, recomendaciones que permitan acercar las prácticas culturales y artísticas a las necesidades y demandas del sector, y que se pongan en práctica tanto desde dentro como en las instituciones de las que este depende.
El valor de estos códigos deontológicos es que proceden del propio sector y de su compromiso por que tengan efecto.
¿Son suficientes los códigos de buenas prácticas? Quizá la pregunta debería replantearse: ¿son vinculantes, sirven para algo los ya existentes? Cuando la cultura depende en su gran mayoría de las administraciones públicas, y casi siempre de cargos políticos limitados en el tiempo y con fuerte carga ideológica, esa dependencia socava la libertad intrínseca que debería definirla como expresión social de nuestro tiempo y espacio.
Es habitual que la gestión cultural sea ejercida por políticos, y no por profesionales del sector, lo que inevitablemente limita el conocimiento que esos agentes tienen del ámbito que manejan. En ocasiones, no solo falta conocimiento, sino respeto. Ministros, consejeros, concejales, están obligados a respetar y defender los equipamientos culturales y a los profesionales que los administran, a cumplir con los compromisos financieros, contractuales, a los que la administración hubiera llegado.
Se tiene a gala decidir sobre la cultura de forma unilateral, opaca, poco ética
Ese respeto, que toda la ciudadanía deberíamos exigir a nuestros políticos, está faltando en los últimos meses. No es ya que se cumplan o no los códigos deontológicos: es que se tiene a gala decidir sobre la cultura –ya sean directores, proyectos expositivos, reparto de presupuestos públicos– de forma unilateral, opaca, poco ética.
En agosto de 2021, la reunión que mantuvo el recién nombrado ministro de cultura Miquel Iceta con la Mesa Sectorial del Arte Contemporáneo se cerró con dos excelentes compromisos del Ministerio: primero, la creación de una Comisión de Trabajo del Arte Contemporáneo, que finalmente vio la luz nueve meses después, el 31 de mayo de 2022; segundo, una nueva ratificación del Documento de Buenas Prácticas en Museos y Centros de Arte redactado en 2007, que fue ratificado por la entonces ministra, Carmen Calvo, y que había pasado por una profunda revisión en 2019.
Esa nueva ratificación, que Iceta aceptó y que propuso hacer pública en los meses siguientes, nunca llegó a producirse.
Considerando que la mayoría de las atribuciones culturales y artísticas en España depende de las administraciones autonómicas y locales, ese gesto del Ministerio habría tenido poca repercusión, pero habría servido como toma de posición por parte del Gobierno sobre aquello que, desde el propio sector, se considera la forma correcta, ética, justa, de gestionar la cultura.
Habría servido como ejemplo, como muestra de compromiso. Quizá ayudaría a reflexionar a los gestores de hoy, a instarles a mirar la cultura y el arte con más respeto.