Cabría hablar de todo un subgénero de novelas que transcurren en sanatorios. A cualquiera le viene a la cabeza La montaña mágica de Thomas Mann, pero, antes y después de ella, hay un montón de otras novelas –se me ocurren ahora, a bote pronto, Pabellón de reposo de Camilo José Cela, Perorata del apestado de Gesualdo Bufalino, pero también El pabellón número 6 de Anton Chéjov o Alguien voló sobre el nido de cuco de Ken Kesey, pongo por caso– que tienen por escenario principal sanatorios, hospitales, centros psiquiátricos, instituciones de salud de todo tipo que suelen actuar como metáfora o microcosmos de la sociedad o de un determinado orden político. La existencia y las relaciones humanas son exploradas allí a la cruda luz de la enfermedad y de las condiciones especiales que su tratamiento impone a la vida.
En este caudal novelístico se insertaría El sótano, la novela póstuma de Begoña Huertas, publicada recientemente por Anagrama. Es un texto emocionante por varias razones, entre ellas, por supuesto, la de saber que fue escrito a contratiempo, con la muerte al acecho. Respira serenidad, sabiduría, delicadeza, equilibrio. Y es oscuramente radiante, además de valiente.
Pero lo traigo aquí porque, de modo muy pasajero, la narradora habla de algunos libros, muy pocos, y me ha llamado la atención la perspicacia y la agudeza con que lo hace.
El buen soldado de Ford Madox Ford y Una derrota bastante honrosa de Iris Murdoch, por ejemplo. Qué comentarios tan certeros hace de estas dos novelas. Pero lo que me ha llenado de asombro, dado que uno piensa que ya no cabe superponer una lectura más a las ya existentes, ha sido la sugerente interpretación que, enferma como está, la narradora hace de El proceso de Kafka.
Dice haberla releído “leyendo enfermedad donde decía proceso”. Y añade: “El protagonista se ve de pronto inmerso en un juicio sin saber de qué se le acusa y sin posibilidad de defenderse […] Quedaba claro que el mismo procedimiento se iba convirtiendo en sentencia y el personaje renunciaba a hacer nada. Llegados a un determinado punto, también a mí me parecía lo más sensato. La enfermedad, como el proceso, te cambia la vida pero te obliga a seguir igual, como si no pasara nada. Te paraliza pero al mismo tiempo no te saca del flujo que te rodea. Usted está detenido –o enfermo–, cierto, pero eso no le impide cumplir con sus obligaciones. Debe seguir su vida normal. Es la parte más cruel”.
Kafka, paradigma del escritor enfermo, es antes que eso –y el acierto de Huertas reside en enlazar los dos conceptos– el escritor de la culpa
Cuando Kafka comenzó a escribir El proceso aún no se le había declarado la enfermedad que terminaría con su vida. No cabe, pues, pensar que en la novela estuviera alegorizando su propia enfermedad. Pero eso no deslegitima, sino al contrario, la lectura que pone en juego Huertas. Tanto más en cuanto que Kafka, paradigma del escritor enfermo, es antes que eso –y el acierto de Huertas reside en enlazar los dos conceptos– el escritor de la culpa.
“Estar enfermo como quien está en pecado”, dice la narradora de El sótano. “Aceptar, callarse, bajar la cabeza: hiciste algo mal, ahora lo pagas […] Qué culpa tienes, y, sin embargo, la tienes. Lo sabemos todos. Lo sentimos todos. Te cuidan, claro que te cuidan, pero […] Bailas sin parar, intentando dejar atrás el horror, contenta de poder hacerlo, orgullosa de ti, y, entonces, qué arrogancia, te dicen […] La sociedad y la culpa. Subir la cabeza para que te dé el sol puede interpretarse como un gesto de soberbia”.
Y luego está ese maldito imperativo de luchar. De convertir al enfermo en combatiente de una batalla a menudo perdida de antemano. Y de endosarle, encima de la culpa, la derrota.