Elias Canetti se hallaba casualmente en París cuando se produjo el estallido de Mayo del 68. Tuvo, pues, la oportunidad de presenciar en directo los acontecimientos de aquellos días, prestándoles toda su atención. Fascinado, acude a la Sorbona y observa a los jóvenes “que discuten formando corros, algunos deambulando en solitario con rostros curiosamente bellos, serios y orgullosos, como si de ellos dependiera ahora el destino del mundo”.
Todo lo observado en París produce en Canetti un arrebato de optimismo. “La sensación que tenía desde hace bastante tiempo, de que la juventud no sólo estaba interesada en promiscuidad y en drogas, sino preocupada por cosas realmente importantes, se me confirmó de manera asombrosa. El orgullo y la desconfianza de esta juventud, su espíritu de contradicción, su odio implacable a esta sociedad, su desprecio hacia la enorme mayoría de los burgueses, burócratas, arribistas, tecnócratas, adoradores del automóvil, imbéciles del pop, ruso-americanos, superpoderosos, policías sádicos, entre los cuales al fin y al cabo viven a diario, son tales que a uno le asoman lágrimas a los ojos cada vez que piensa en estos jóvenes”, escribe en una carta de junio de ese año.
Las esperanzas abiertas por Mayo del 68 se superponen a las de la llamada Primavera de Praga. “He temblado por cada uno de ellos, por quienes han tenido el valor de respirar, por quienes no querían poner ciegamente una vez más las infamias más recientes en lugar de las antiguas, sino algo nuevo”, anota Canetti el mes de agosto. Pero enseguida iba a producirse la invasión de las tropas soviéticas. En un abrir y cerrar de ojos, queda roto el espejismo de mayo. “Entonces se trataba de la esperanza, del esplendor y de la belleza moral de la juventud; ahora, ay, ahora se trata de un derrumbamiento terrible, cuyas consecuencias no se pueden prever ni mínimamente”.
En apenas tres meses, la ilusión encendida por los jóvenes parisinos da paso a un profunda sensación de tiniebla: “No puedo olvidar los rostros de los jóvenes en la Sorbona… Nada posee peso suficiente para sustraerme a ellos. Tenían rostros bellos, pero los veo como víctimas... Son las víctimas de nombres viejos y nuevos… Vietnam ha sido sacrificado por los rusos y entregado a los norteamericanos… Los rusos vuelven a ser lo que eran en 1848, bajo Nicolás I, la potencia más reaccionaria del continente… Es todo en vano, el poder sigue siendo lo que ha sido, nunca cambiará, para qué vives, el hundimiento es inevitable…”.
Las esperanzas abiertas por Mayo del 68 se superponen a las de la llamada Primavera de Praga. “He temblado por cada uno de ellos, por quienes han tenido el valor de respirar”
Veinticinco años después, en 1993, ya en vísperas de su muerte, Canetti rememorará ese año de 1968 con sus violentos contrastes: “Fue el año de los estudiantes en la Sorbona, de la primavera de Praga y de la catástrofe en agosto. Un año salvaje, demostrativo, trágico”. Fue también, para él, “el año de Kafka”, pues lo dedicó en su mayor parte a leer apasionadamente a este autor para escribir su ensayo El otro proceso (1968), al hilo de las entonces recién publicadas Cartas a Felice.
El “amor y admiración idolátricos por Kafka” llenan las páginas de Sobre Kafka (Galaxia Gutenberg), que, junto al ensayo, reúne todos los apuntes tomados durante su preparación y redacción, más todos cuantos dedicó al autor de La transformación. Y es notable el modo en que los acontecimientos de la actualidad, mezclados a los de la vida del propio Canetti, se entrelazan con la vida y con la obra de Kafka, produciendo un insólito acorde, al que ofrecen un melancólico contrapunto las palabras con que el mismo Kafka respondió un día a Max Brod cuando este le preguntó si pensaba que en el mundo había lugar para la esperanza: “Oh, bastante esperanza”, respondió Kafka, “infinita esperanza, solo que no para nosotros”.