Soy poco dado al catastrofismo, pero no consigo librarme, por lo que toca al mundo del libro, de un sentimiento crepuscular. Sí, ya sé que algunos representantes de la industria editorial aseguran que se vive una imprevista bonanza; observo cómo casi semanalmente surgen nuevos sellos, cómo se abren librerías por doquier, cómo el número de libros que se publican al año no deja de crecer…
Pero qué quieren que les diga: muy a mi pesar, no dejo de interpretar estos y otros muchos indicadores supuestamente favorables (si bien resulta bastante fácil cuestionar algunos de ellos) como el canto de cisne de lo que Marshall McLuhan dio en llamar La Galaxia Gutenberg.
Así tituló McLuhan en 1962 un ensayo justamente famoso en el que pronosticaba el apagamiento inminente de esa galaxia, la de los libros impresos. Han transcurrido más de sesenta años y la profecía de McLuhan no parece haberse cumplido. Pero es que el apagamiento definitivo de una galaxia no es cuestión de años, ni siquiera de décadas.
[Irene Vallejo: "Sólo conservamos un 1 % de los libros de la Antigüedad"]
Por lo demás, no han dejado de multiplicarse entretanto –ya había empezado a ocurrir cuando McLuhan escribió su libro, mucho antes de internet y de la revolución digital– indicios muy concluyentes de que, en efecto, la Galaxia Gutenberg se encamina a una drástica disminución.
No estoy hablando de la lectura, ni de la escritura, ni mucho menos de la literatura. Estoy hablando del libro tal y como lo hemos conocido desde el nacimiento de la imprenta y más atrás. Entre los indicios para mí más elocuentes de su condición crepuscular se cuenta precisamente la proliferación de libros sobre los libros.
No sobre otros libros, sino sobre los libros en sí. El éxito descomunal de El infinito en un junco (Siruela, 2019), de Irene Vallejo, debe ser tomado como consecuencia mucho antes que como factor determinante del interés que de un tiempo a esta parte suscita el mundo del libro en general, y más en particular el libro en cuanto objeto cultural investido de un prestigio cada vez más arqueológico, por así decirlo.
El caso es que, mientras se consolidan sellos editoriales como Ampersand (Argentina) o Gris Tormenta (México), que dedican una insistente atención a la cultura escrita, al mundo editorial, a la historia social del libro, a las tecnologías de la lectura y de la escritura, no cesan de llegar a mis oídos y a mis manos libros de muy varia naturaleza que inciden, de modo más o menos científico, anecdótico o melancólico en estas y otras materias afines.
Sólo en los últimos meses he recibido, del Fondo de Cultura Económica de Chile, El agua verde del idiota, un sólido y ameno trabajo de Yanko González y Pedro Araya sobre la “cultura e historia de la errata”, sí, de la errata; de Trama Editorial, Cuentahílos, de Santiago Hernández Zarauz, un particular “elogio del editante”, es decir, de los editores de libros, de cuyo oficio se hace aquí un panegírico algo exaltado; de Capitán Swing, Bibliotecas, de Andrew Pettegree y Arthur der Weduwen, una amplia, contundente e informadísima “exploración de la historia de las bibliotecas y de las personas que las construyeron, desde el mundo antigua a la era digital”; y de La Uña Rota, La última frase, de Camila Cañeque, una curiosa “instalación textual”, vamos a llamarla así, en la que se juega y reflexiona a la vez con “la última frase” de casi medio millar de libros, objeto de una esparcida glosa filosófica sobre la experiencia del desenlace.
El denominador común de estos libros tan distintos –entre tantos otros– es su atracción por el libro mismo considerado sobre todo en su dimensión material, reconocido a la vez como fetiche de nuestro propio devenir cultural, en proceso de radical reconfiguración.