Hace ya muchos años arrastraba yo –y no me jacto de ello– cierta reputación de reseñista duro, incluso despiadado. Publiqué por entonces un extenso artículo titulado “Crítica y dolor”, en el que reflexionaba sobre el tipo de daño que puede infligir un crítico. Nadie que se dedique a esta tarea debería obviar su dimensión moral: está obligado a pensar sobre ella. Yo no he dejado de hacerlo, aun cuando ya no ejerzo como reseñista.
A todos los escritores que se han sentido damnificados por una reseña mía sabría explicarles, pienso, las razones que me movieron a escribirla. Pero ¿qué hacer con los que se sienten agraviados sin razón alguna?
Tiempo atrás, el escritor Suso de Toro publicó un artículo bastante agresivo sobre mí, que él mismo justificaba sugiriendo que venía a ser una venganza por una reseña negativa que yo le había dedicado. Pero resultó que la reseña a la que se refería no la había escrito yo, sino otro crítico. El mismo Suso de Toro admitió que se había pasado diez años cultivando un resentimiento equivocado.
Hace poco leí unas declaraciones de Marta Sanz donde decía que en mi reseña a su primera novela, El frío (1995), yo atribuía su autoría a otra escritora: Ana Santos. Me enteré luego de que Sanz cuenta eso mismo en su nuevo libro, Los íntimos (Anagrama). Según Sanz, yo, en mi reseña, confundía su nombre con el de Ana Santos, acaso con malicia. Pero me cuesta creer que ni ella ni nadie pueda pensar algo así.
Yo mandé mi reseña al diario, como siempre, con la ficha del libro bien detallada. Tanto en la ficha como en el texto de mi reseña el nombre de Marta Sanz estaba escrito correctamente, hasta cuatro veces.
Casi nunca hay elogios suficientes para satisfacer la vanidad de un escritor susceptible o inseguro, que tomará por lo contrario todo lo que no sea un apasionado ditirambo
Es cierto que en el sumario de la reseña el nombre aparecía equivocado. Pero nadie que sepa cómo se compone un periódico ignora que los sumarios son tarea y responsabilidad de la redacción del diario, como lo son, por ejemplo, los destacados de una columna como esta, que no selecciono yo.
Mi reseña de El frío ocupaba buena parte de la página 3 del suplemento, una posición muy destacada para una primera novela. Era una reseña atenta, respetuosa y alentadora. Pero Marta Sanz –que tiende a verse a sí misma como la Cenicienta de las letras españolas– sólo recuerda de ella el sumario que yo no escribí y un error que la propia reseña, por otra parte, desmentía inequívocamente.
Dedicarse al reseñismo crítico, y hacerlo con cierta convicción acerca del valor y del sentido de la tarea que uno desempeña, comporta asumir una importante carga de animosidades, resquemores, incluso odios, fundados a veces en percepciones muy torcidas, con frecuencia atravesadas por la insaciabilidad que caracteriza a muchos escritores. La mayoría de estos sólo son capaces de escuchar lo que dice un crítico en función de dos extremos: ¿me elogia o me ataca? Y casi nunca hay elogios suficientes para satisfacer la vanidad de un escritor susceptible o inseguro, que tomará por lo contrario todo lo que no sea un apasionado ditirambo, como los que llenan hoy tantos textos de cubierta y, cómo no, tantas reseñas.
¿En nombre de qué arrastrar de por vida una estela de resentimientos?
Pero no sólo los escritores experimentan la antipatía contra el crítico. También lo hacen no pocos lectores que cultivan asimismo una curiosa susceptibilidad como tales. Lectores que tienden a consumir las reseñas en términos de revalidación o no de sus propios gustos, prejuicios y adhesiones, y que se ofenden cuando los sienten contrariados.
Buena parte del problema de la crítica lo supone en la actualidad la incapacidad de unos y otros de hacer un uso conveniente de ella.