Primera palabra

Los libros errantes

24 mayo, 2000 02:00

El banquero inglés Henry Huth reunió una formidable biblioteca que luego fue subastada en Londres; a esa subasta acudió un joven rico y bibliófilo, Harry Elkins Widenor, que tuvo la mala ocurrencia de embarcarse en el"Titanic"

El sinólogo Peter Kien, protagonista de la novela Auto de fe, de Elias Canetti, llevaba su biblioteca dentro de la cabeza. Pero, a pesar de su memoria prodigiosa, no la llevaba dentro de la cabeza en sentido figurado, sino, por raro que parezca, en sentido literal. (Y es que un novelista de lengua alemana, cuando decide ser imaginativo, resulta capaz de cualquier cosa; incluso de convertir a un viajante de comercio en un coleóptero angustiado.) De niño, Peter Kien recordaba con terror la historia de Eratóstenes, bibliotecario de Alejandría: allá en el siglo III antes de Cristo y a los ochenta años de edad, Eratóstenes, después de haber convivido con la sabiduría contenida en más de medio millón de códices, se dio cuenta de que el vigor escaso de su vista no le permitía leer. Podía ver gran parte de las cosas del mundo: la silueta de los árboles frondosos, la infinitud movediza del mar y el desfile de los carruajes blancos de las nubes, pero no podía ver las letras, esas letras que, en combinaciones mágicas -pues toda combinación de elementos es, en mayor o menor medida, un acto de magia-, son capaces de sostener el pensamiento sucesivo del género humano: sus ideas, sospechas o saberes sobre el amor y sobre la muerte, sobre la geometría y sobre el arte de navegar, sobre las plantas medicinales y sobre los animales mitológicos, con sus fabulosas estampas… Eratóstenes no era ciego, pero no podía leer, lo que para él era el morir y, a pesar de los ruegos de sus amigos y discípulos, se dejó morir de hambre. De niño, Peter Kien temía, como ninguna otra pesadilla, el destino de aquel bibliotecario alejandrino cuya única razón para permanecer en el mundo era la lectura, como si el mundo fuese más claro y más lógico en los libros que de por sí.
En torno a los libros suele haber seres extraños, como extraño fue Peter Kien. Hay gente que colecciona libros encuadernados originariamente en pergamino o en pasta española y que desdeña cualquier libro que no se acoja al peregrino parámetro fijado para su colección. Hay quien reúne libros exclusivamente sobre tauromaquia o exclusivamente sobre metafísica. (El profesor Fiske, especialista en literatura irlandesa, en Dante y en Petrarca, reunió, imprevisiblemente, una inmensa colección de libros sobre ajedrez.) Hay quien escribe en los márgenes de los libros sus impresiones de lectura y hay quien tira a la papelera cualquier libro que tenga anotaciones de un propietario anterior, por considerarlo una especie de objeto profanado. Las relaciones que cada cual mantiene, en fin, con los libros acaban siendo siempre peculiares, pues los libros, en contacto con cada conciencia individual, se transforman en una experiencia intelectual de esencia intransferible y misteriosa, sujeta a reacciones no sólo químicas, sino también alquímicas, con su albur insospechado. Los libros son objetos errantes que viajan por el mundo, unidos a los vaivenes de la vida de sus poseedores. El banquero inglés Henry Huth reunió una formidable biblioteca que luego fue subastada en Londres; a esa subasta acudió un joven rico y bibliófilo, el norteamericano Harry Elkins Widenor, que, al regresar con sus adquisiciones a los Estados Unidos, tuvo la mala ocurrencia de embarcarse en el recién bautizado "Titanic". Pero no todos los libros terminan en el fondo de los mares inciertos, ni consumidos en el fuego inquisitorial o en el de los incendios fortuitos, pues lo frecuente es que vayan pasando de mano en mano, a través de los siglos y de los países, en calidad de posesiones codiciadas. En el siglo XVIII, tuvo lugar una de las mayores subastas de libros de cuantas se recuerdan: la de los pertenecientes al duque Louis de la Vallière (que a su vez había iniciado su biblioteca en la subasta de la del embajador de Sajonia en París); aquella subasta duró 181 días y acudieron a ella coleccionistas de toda Europa para hacer cumplir ese destino de disgregación que les espera a los libros en cuanto mueren sus celosos y orgullosos propietarios. Los libros no contienen el mundo, sino que son una parte del mundo. De todas formas, los libros comparten con el mundo mismo su condición de inmensa entelequia inabarcable. Existen libros que explican la estructura de las galaxias y libros que revelan la vida cotidiana de los insectos, libros que arriesgan teorías sobre la formación de las estrellas y libros que celebran el lirismo del titilar de las estrellas, libros que desvelan el trazado de los laberintos abstractos de las matemáticas y libros que cuentan leyendas de piratas que gritan himnos fraternales y sanguinarios en tierras de Jamaica o de Isla Verde, libros que hipnotizan nuestra voluntad y libros que conquistan nuestro corazón, libros que llevan dentro el veneno de la sátira, libros que destilan el licor áspero y bronco de las pasiones sin suerte, libros que desprenden la neblina gótica de las historias de espectros en pena y ensangrentados, libros que huelen a alcoba clandestina, a bar de bebedores solitarios, a estepa nevada por la que se desliza un trineo… Los libros no son el mundo, de acuerdo. No son la vida. Pero, ¿qué, sino los libros, nos explican el mundo; qué, sino ellos, intensifican la vida? Los libros errantes, del Ocaso al Oriente, pasados de mano en mano, viajeros del tiempo, transmisores de júbilo o terror, del saber y las ficciones, mundo dentro del mundo, alegoría caleidoscópica del armónico caos del universo.