Cultura y escándalo
Que La promesa de Shanghai no se pudiese rodar era una noticia nefasta. Y hoy nos queda, como indemnización insuficiente, aunque también como perpetua crítica a nuestro cine en general, la posible lectura de su guión
He vuelto a leer, con verdadera nostalgia, la excelente entrevista que Mario Campaña hizo a Víctor Erice en la desaparecida revista "Ajoblanco" que dirigía mi amigo José Ribas. Nostalgia por partida doble. Esa entrevista se publicó en el número correspondiente a noviembre de 1999. Quizás fue ese el último de esa revista tan necesaria para recabar información verídica de nuestro tiempo. Una revista que en los tiempos inquietos y sombríos que vivimos se halla más presente que nunca. O cuya ausencia se nos revela más tangible.En ese número, en el que también colaboré con mi pequeña aportación al asunto, se anunciaba de forma pública la cancelación del proyecto de rodaje de un guión, basado en la novela de Juan Marsé, que llevaba por título La promesa de Shanghai, y que ahora, con excelente criterio, la colección Areté de Plaza y Janés ha decidido publicar.
En esa entrevista están plasmadas todas las virtudes extraordinarias de este gran director de cine, capaz no sólo de realizar películas memorables, sino también (cosa desde luego sorprendente) de razonar con el máximo de lucidez y precisión las premisas estéticas y éticas de su concepción del cine; y de reflexionar la evolución de éste en el marco industrial y comercial en que se insertó desde su origen histórico, y que halla sus más graves escollos en los tiempos en que vivimos.
La reflexión sobre la relación del cine con la televisión, las falacias en torno a lo que suele llamarse Público, o las manipulaciones de la palabra Cultura, unido todo ello a un esfuerzo único por hacerlo compatible con la dignidad artística y ética de su propuesta, hacen de esa entrevista un lugar clásico en la trayectoria de un director que veía entonces ya lo que al final ha sucedido: que los imperativos ciegos (insistiré en el importante adjetivo) de una industria y de un concepto comercial del cine han terminado haciendo imposible: que su guión pudiera ser rodado.
Fue para muchos una noticia aciaga que alertaba mejor que cualquier otro evento del estado (de salud) de nuestra cultura en general (y cinematográfica en particular); más allá o más acá de triunfalismos coyunturales. Que La promesa de Shanghai, verdadero título de la obra de Erice, no se pudiese rodar era, desde luego, una noticia nefasta. Y hoy nos queda, como indemnización insuficiente, aunque también como perpetua instancia crítica respecto a nuestro cine en general, y a la película que se ruede sobre la base de la novela de Juan Marsé en particular, la posible lectura de su guión.
Es una satisfacción amarga; no es lo mismo leer una partitura musical que interpretarla; pero en cine es mucho peor limitarse a la lectura del guión; la puesta en escena es, propiamente, la escritura misma de la película, en la que importan de modo radical todos los componentes complejísimos puestos en juego, desde la interpretación a la escenificación, desde las elecciones de sonido y música hasta los matices del vestuario y de la ambientación, o del color, o de la profundidad de campo, o de tantos aspectos que deben ser, después, pasados por ese acto directivo excepcional que constituye el montaje; la realización es, quizás, el acto mismo (en sentido aristotélico) de la película; algo que todo director de oficio reconoce como lo que da sentido vital y creador a su vocación y profesión.
Ahora todo esto, de momento, deberá ser imaginado por el lector, de manera que trace la posible imagen mental de lo que hubiera debido y podido ser, pero que de momento existe sólo en el limbo de lo que no se ha realizado. Aunque nunca se sabe; quizás algún día sea posible que desde algún rincón del mundo del cine y de la cultura vuelva el sentido común, aliado en esta ocasión al talento y al respeto por el arte, y pueda ser posible lo que, hoy por hoy, pueda parecernos imposible.
Entre tanto será preciso enunciar a viva voz lo que debiera ser un escándalo de considerable magnitud: que el director más artístico y emblemático que poseemos deba recurrir a la publicación de su guión (gracias a una excelente iniciativa editorial), debido a que los ciegos imperativos comerciales han imposibilitado la realización de su proyecto, eso nos compromete a todos los que amamos la conjunción de ética y estética sin la cual el arte no puede existir; y sobre todo la de quienes somos cómplices con proyectos culturales tan relevantes como el que Víctor Erice ha ido cristalizando en sus tres grandes películas (pocas, en términos de cantidad; inconmensurables en sentido cualitativo).
Que desde estas páginas se notifique sobre ese escándalo es un haber que nos hace a muchos sensibles y solidarios.
Que el silencio de los corderos en las cosas de la cultura es, al menos, tan malo y negativo como ese mismo silencio en temas de alta política, es para mí una evidencia. Y lo cierto es que el escándalo es mayúsculo, y de momento, salvo referencias aisladas (un excelente artículo de Jordi Balló, hace un tiempo, en "La Vanguardia", por dar uno de los escasos ejemplos), ofrece un balance bastante penoso, revelador del despiste, desparpajo, cinismo o falta de criterio, y falta de sentido común, que se va apoderando, como una epidemia, del mundo de la cultura (o de las instancias, oficiales u oficiosas, o de pura sociedad civil, que lo conducen).