Con permiso de los extraterrestres, la pregunta más repetida en el ámbito egipcio en las últimas décadas es: ¿y cuándo inauguran el nuevo museo? Planificado para abrir en 2012, el Grand Egyptian Museum (GEM) ha enfrentado numerosos obstáculos: revoluciones y golpes de Estado, dificultades económicas y logísticas y una pandemia global, que a cada cual le afectó según las miasmas de su ambiente: la gripe en el desierto no mata como en la estepa.

Ahora encaramos la recta final de 2024 y parece ser que ya sí. Pero no. El año termina con el mensaje rezonguero de una mañana de escuela, “cinco minutitos más”, y la promesa de que albergará la mayor colección de artefactos del antiguo Egipto en un espacio diseñado para convertirse en un referente mundial del patrimonio cultural.

Mientras tanto, las piezas se trasladan de lugar, a veces con pompa de great parade, y otras con discreción, no sea que la barba de Tutankhamon vuelva a desprenderse, como en 2014. Ese año, la máscara dorada del rey niño, la pieza arqueológica más conocida del mundo (de todos los mundos hasta que se demuestre lo de los extraterrestres), sufrió un desafortunado afeitado durante el cambio de iluminación de su vitrina.

Los restauradores del Museo Egipcio de El Cairo abrieron el cajón, sacaron el pegamento y la devolvieron a su sitio. Y allí paz y después gloria. El escándalo no tardó en llenar titulares.

Con idéntica discreción ha llegado el centenario de la primera exhibición en Berlín del busto de Nefertiti. Impulsada por la fiebre de la egiptomanía y el descubrimiento de la tumba de Tutankhamon, Nefertiti se convirtió en 1924 en la mayor atracción de Alemania, lo que levantó ampollas en El Cairo.

En El Cairo las obras milenarias se cubrían con sábanas mientras se pintaba, como si pepe gotera repintara el salón de casa de la abuela

La tensión se cortaba entre alemanes, franceses, ingleses y unos egipcios cuya recién estrenada independencia olía todavía más a segunda mano que a tapicería de coche nuevo. Nefertiti debía regresar a casa. Había nacido el debate sobre la restitución de los objetos arqueológicos en museos europeos.

Si me piden mi opinión al respecto, debo conjugarla en condicional: celebraría con agrado el regreso de estas piezas a sus lugares de origen. Sin embargo, como toda condición, conlleva matices. En primer lugar, sería esencial asegurar las condiciones técnicas y culturales en el país de origen que garanticen su preservación, más allá de la promesa del GEM.

Quien les escribe ha sido testigo de cómo en El Cairo, las obras milenarias se cubrían con plásticos y sábanas mientras se pintaban las paredes, como si Pepe Gotera repintara el salón en casa de la abuela. Esta mentalidad es la que provocó la alopecia areata del rey Tut.

La segunda condición es la seguridad. Ejemplos trágicos como Alepo o Palmira en Siria nos recuerdan que, en tiempos de conflicto, los museos pueden ser saqueados y las piezas destruidas. Lo que pone en riesgo unas colecciones culturales que trascienden su origen local y forman parte del patrimonio cultural global.

Y finalmente, y para mí más importante, debería prevalecer la difusión del conocimiento. Estos países y su idiosincrasia no lo ponen nada fácil a la hora de permitir el acceso a la investigación, en aras (loables y comprensibles) de depurar el neocolonialismo persistente.

Los museos de Europa, en cambio, son más accesibles para investigadores de todo el mundo. Bueno, tal vez de todo el mundo no, y ahí radica la tristeza. Ojalá un egipcio tuviera la libertad de viajar a Berlín a conocer en persona a la mejor embajadora de su historia en lugar de tener que reclamar que se le devuelva a toda costa. 

Tito Vivas (Madrid, 1979) es egiptólogo, historiador y arqueólogo. Su última obra es Tutankhamon, Howard y yo (Ediciones del Viento).