Toledo y Cuenca, por citar solo las dos ciudades principales de nuestra región, son desde hace años casi permanentemente platós de cine. Las corporaciones municipales de cualquier signo político han favorecido hasta ahora una actividad que crea empleo y mueve la economía local. A nivel español, Madrid es el gran plató. La proliferación de series para las plataformas de televisión ha multiplicado los rodajes y como casi siempre ocurre, hay alguien que no está contento. Es una molestia más que se añade a los que viven en los cascos históricos o en esas zonas urbanas que los espectadores de cine y televisión acabamos identificando como propias.
En Barcelona, hemos asistido a una corriente que convertía al visitante en un invasor de aquellos que cantaban los Celtas Cortos. Me temo que ahora, al turismo se le añade la persecución de los rodajes de cine.
Uno entiende que a los habitantes de los barrios y cascos históricos de muchas ciudades les gustaría llevar una vida sin extraños a diario que irrumpe en sus calles y plazas. Se dice siempre ý con razón que los cascos históricos sin vecinos y sin el tejido social de cada día irremisiblemente se convierten en parques temáticos sin ninguna vida. El ideal sería unos barrios en los que turismo, vecinos y rodajes convivieran en paz y armonía. Pero el caso es que todas esas actividades que inyectan vida a las economías locales acaban aburriendo y expulsando a lugares más cómodos que vivir a los que muchos también consideran imprescindibles para no acabar siendo un decorado.
En Madrid empiezan a oírse voces de los vecinos contra los rodajes callejeros, y uno, que quiere comprender al vecindario, acaba diciendo, como mi amigo Juliete, que en la vida no se puede tener todo. El ideal sería vivir en el centro de Madrid y Barcelona y que cuando salieras a la calle solo te encontraras con los vecinos empadronados del barrio echando de comer a las palomas de una plaza y no con un río de gente que pasa, mira y se va o se queda durante unas horas para importunar la normal marcha del sufrido vecino.
Así son las ciudades. Tienen el problema de que siempre hay gente. Claro, que mucha de ella es la que le permite a buena parte de los que sufren las incomodidades de encontrarte tu puerta a un montón de extraños poder vivir en ese incómodo barrio.
Está claro que el turismo no se puede hacer invadiendo un país, ni el cine por las bravas plantando una cámara allí donde el capricho creativo del genio en ciernes se le ponga, como cuenta Garci que le aconsejaron hacer para salvar la burocracia de rodar en Nueva York. Pero lo que también es verdad es que en muchas ciudades se suspira porque llegue la invasión y por salir en pantalla, y en esas estamos.
Bendito cine y benditos turistas que te dan de comer. Lo de acabar con ellos se le ocurrió al que asó la manteca y a Ada Colau.