Decía Eugenio d'Ors que en arte y literatura, lo que no es tradición es plagio. Ahora en Toledo, quien se pase por la Casa Museo del Greco pueden comprobarlo. Dos obras de Pablo Picasso “entran en diálogo”, como gustan decir los críticos de arte, con las pinturas de Domenikos Theotokopóulus. Son dos retratos de los miles que el malagueño pintó a lo largo de su vida y en los que el Greco está tan presente como Velázquez en una viñeta de Miguel Ambrós del Capitán Trueno.
Pablo Picasso, como Salvador Dalí o tantos pintores españoles o extranjeros, confiesan su admiración por el Greco y por Velázquez y buena parte de su obra tiene el objetivo de echar una mirada a los maestros antiguos desde la contemplación iconoclasta, heterodoxa y presuntamente revolucionaria. Pretenden, porque al fin y al cabo esa es la principal meta a alcanzar por un artista, que ante una de esas obras nadie dude de quién la ha pintado. Conseguido que cualquiera pueda identificar la marca Picasso o Miró, lo demás viene por añadido. Si muchos modelos de El Greco posan sentados, a uno, a otro o a cualquiera capaz de imponer la fuerza de su estilo, se le podrá buscar la influencia y ponerle a dialogar a través de los siglos. Los museos necesitan estar vivos y muchos de estos juegos ayudan a mover las colecciones y a intercambiar fondos entre ellos. Para muchos aficionados es un juego fascinante el de poner enfrente a dos maestros separados por el tiempo. Al fin y al cabo el arte no deja de ser un juego en el que ante todo se trata de pasar el rato de la mejor manera posible.
Y cuando alguien plantea en cualquier actividad ese juego de contrastes entre lo antiguo, clásico y arraigado en la memoria colectiva y lo moderno, revolucionario y rupturista, lo que irremediablemente aparece, una y otra vez machaconamente, es la sentencia de don Eugenio d'Ors que nos recuerda que Adán solo hubo uno.
Y es que a diferencia de lo que defendía Josep Pla sobre el mérito que tiene en cualquier arte el ejercicio del buen plagio, porque supone una gran cantidad de lecturas en el plagiario, todos estos revolucionarios que aspiraban a cambiar la historia ponían por encima de cualquier otra cualidad positiva la de la originalidad. Romper con el pasado era fundamental para crear el arte nuevo que cambiaría el mundo.
Y sin embargo, estos revolucionarios, una y otra vez volvían, más o menos camufladas sus influencias tradicionales, a la pintura de siempre. No tenían otra. Picasso no lo disimuló en la serie de cuadros dedicados a Las Meninas reducidas a caricatura plagiaria picassiana, aunque lo que se siga vendiendo sea la “profunda originalidad de la reinterpretación”.
Merecerá la pena ir a la Casa del Greco a seguir “dialogando”.