Cuando surgió Podemos, a partir de las protestas del 15-M en la puerta del Sol, yo dije en estas mismas páginas que el gran mérito de Pablo Iglesias Turrión y Cía era haber seguido la senda de tantos emprendedores de este país al crear su propia franquicia con los consiguientes puestos de trabajo que ello trae consigo. Hasta Podemos, el estudiante de Políticas aspiraba a abrirse camino en cualquier administración, de la central a la municipal pasando por la provincial y la autonómica, para lograr ser funcionario. Todo lo más, ese estudiante soñaba con hacer carrera política en cualquiera de los partidos existentes. El ser capaces de crear una marca propia y conseguir franquiciados a la velocidad con la que lo hicieron estos penenes de la Complutense, tiene su mérito, y no seré yo quien se lo quite.
Lo que ocurre es que tras unos primeros momentos en que los mensajes parecían traer un nuevo advenimiento de la fraternidad universal y transversalidad superadora de trincheras para hacer surgir un nuevo mundo, libre de curas, moscas y carabineros, que diría don Pío Baroja, se vio enseguida que lo que estos chicos venían a vender era la moto averiada del comunismo de siempre, envuelta, eso sí, en un lenguaje y unas formas que se desmentían en cuanto tuvieron que pasar de las musas al teatro.
Se esfumó entonces la mueva política y volvió con ellos lo más rancio que muchos suponíamos enterrado bajo los escombros del muro de Berlín. A la hora de la verdad no lo disimularon y aunque comenzaron despreciando a esos viejunos del PC, que habían perdido el norte, no tuvieron otra que aliarse con ellos para tirar adelante con el invento. Y lo peor es que cuando pasaron aquellos primeros momentos en los que parecían predicar el Sermón de la Montaña, volvieron a las más viejas y arraigadas prácticas experimentadas durante un siglo en todos aquellos países del mundo que han tenido la desgracia de sufrir eso que hace años se denominaba el socialismo real.
Y en esas prácticas, arraigadas en lo más profundo de estos partidos procedentes directamente de la calva de Lenin, como la nueva pata del Cid que otorga legitimidad, una de ellas es fijar doctrina y establecer quién merece ser acogido en la lista de los elegidos. Ellos tienen la patente de lo que es ser de izquierdas y reparten carnets de progre como los inquisidores medievales otorgaban certificados de limpieza de sangre. No se pueden reprimir y en cuanto se descuidan les sale el predicador de púlpito que censura los escotes de las feligresas.
Ahora le ha tocado a la consejera regional Blanca Fernández. El padre Pedro Labrado, de la Orden de los Podemitas de la Fiel Observancia, la ha señalado desde el púlpito y después, una tras una, le ha arrojado a la cara el rosario de sus faltas. Le ha quitado el carnet de izquierdas con excomunión añadida: Blanca Fernández no es de izquierdas. Carnet fuera. Afortunadamente no estamos en la Unión Soviética ni en los años cincuenta.