Hemos visto, en imágenes que anticipan el futuro, una ola gigante de arena fina engullendo una ciudad en China. Y no se trata de un truco de una película de Misión imposible. El desierto amenaza a China como acecha al Mediterráneo. Territorios de Alemania y Bélgica han sido destruidos y anegados por una lluvia furiosa. Los arboles arden en California, o ya en cualquier parte de Norteamérica durante semanas, como un fuego expiatorio. Hace mucho tiempo que por allí se pierden hablando del secado de las capas freáticas por el abuso de pozos, de los desastres del uso de los ríos, de las consecuencias de la intensidad de los cultivos, de las poluciones de las industrias. Pero nunca deja de ser un “bla…bla…. bla”, reiterado y aburrido. Hay gente que no ve lo que no quiere ver. Tal es el grado de su egolatría. Y aquí, una borrasca invernal, llamada Filomena, paralizó media España e inmovilizó a la otra media. Y todo ocurre en medio de una pandemia incontrolable por un enfrentamiento brutal que lo impide. En un lado se sitúan quienes sostienen que la economía, la suya por supuesto, es más importante que las vidas, por supuesto, ajenas. También se sitúan los que proclaman la libertad para contagiarse y exigen la libertad de su derecho individual a contagiar a los demás. De colectividad y de solidaridad, nada. El infierno es el que crean los amigos, los vecinos de la comunidad o de la nación.
Los muy pesimistas sostendrán que ha comenzado el Apocalipsis y que lo que vemos y padecemos es solo el comienzo de lo que va a llegar. Otros explicaran estos sucesos con coloraciones menos milenaristas. Dirán que son las consecuencias de un cambio climático, provocado y acelerado por la actividad humana, pero aún controlable. Y también habrá quienes digan que catástrofes naturales han sucedido siempre en la historia de la humanidad. Tal vez todos tengan razón. Volcanes hubo que enterraron civilizaciones antiguas. Creta, Pompeya o Herculano serían ejemplos cercanos. Huracanes y ciclones cruzan el Caribe o el Pacifico, dejando huellas de sus potencialidades destructivas. Nueva Orleans o Tahití son nombres de desastres aún comprobables. En los años treinta del siglo XX, en Norteamérica, tempestades de polvo inundaron ciudades. De aquellas tormentas una periodista escribía “las bestias daban vueltas en círculos hasta que caían y tragaban polvo hasta morir”. Liebres y conejos bajaron de las montañas a las empobrecidas tierras de los agricultores de Oklahoma y terminaban con las pocas hierbas que quedaban. Siguieron bandadas de saltamontes. Miles de personas emigraron hacia otros lugares por la Ruta 66, recién terminada, en un éxodo bíblico. Contó aquellos desastres Steinbeck en la novela “Las uvas de la ira” y la puso en imágenes, John Ford. A ello se sumó una Depresión económica inusitada. Por entonces se atribuyeron tantos males a la codicia, la explotación feroz de la tierra y a la idiotez humana. Transcurrían los años treinta, tras los felices veinte. ¿O no fueron tan felices?
Pocos años después Hitler desencadenaría los demonios de la guerra otra vez en Europa. La locura, dentro de las numerosas locuras de la humanidad, no tendría parangón. En 1918 una epidemia, llamada gripe española, mató entre cincuenta y cien millones de personas en el mundo. No se conoce el número exacto. La guerra sumaría más millones de fallecidos. Dos bombas nucleares, convirtieron en antorchas de fuego y cenizas ciudades y personas. Así que pudiera ser que la humanidad viva en un apocalipsis cotidiano y lo que ocurre solo sean pequeñas historias de desastres naturales y muertes maltusianas que se mueven en círculos concéntricos.