En los primeros meses de la pandemia la gente salió a balcones y terrazas para aplaudir la dedicación de los sanitarios. Era un grito de afirmación colectiva ante un terror irreconocible. Se espantaban, en medio de una pandemia de evocaciones medievales, los miedos secretos, las incertidumbres insoportables, la soledad en compañía, el encuentro ininterrumpido con uno mismo. La vida estaba en juego y no existían ni argumentos, ni medicamentos, ni instrumentos bastantes para todos. La angustia regía las horas, los días, la semana siguiente, el mes siguiente y, tal vez, los años venideros. Los aplausos espontáneos alguien los interpretó como un apoyo al gobierno de izquierdas, recién constituido. ¡Ah, y eso no, eso no se podía consentir! Se torpedeó aquello que parecía lo que no era. La gente se mostraba unida en un proyecto común: la supervivencia. Se promovieron caceroladas, se colocaron banderas con crespones negros, se impusieron los vestidos negros, las corbatas negras, los lenguajes negros, manifestaciones oscuras en los barrios ricos de Madrid. La gente volvió al interior de sus casas. Y en ese movimiento de vuelta al interior apareció el encono. Primero el individual, que sumado con los de los demás, se transformó en rencor colectivo. Se había quebrado la solidaridad que surge ante la adversidad. Se mostraba el humano al que el filosofo Hobbes, en el siglo XVII, había definido como “homo hominis lupus”. El hombre, lobo para el hombre.
Con el olvido y el discurso de que, tras los servicios terciarios existen familias que trabajan, se empedraron las siguientes olas. A la primera ola, le sucedieron la segunda, la tercera, la cuarta y nos encaminamos hacia la sexta. Los datos y fallecidos se han ido desvaneciendo. Ya son números desteñidos a los que ni se presta atención. Y menos en tiempo de vacaciones. Volvemos a lo de antes. Casi 2.300 personas, que serán más, se contaminaron con la variante actual del virus en festivales de música en Cataluña, con avales administrativos de la Generalitat. El número de muertos repunta, pero no interesan los lutos de otros. ¡Que nada nos joda las vacaciones, con las ganas que teníamos! Se han olvidado colectivamente los errores y horrores de las residencias de ancianos que, de un proyecto asistencial y social, han ido pasando a ser negocios particulares. Son los riesgos de que el mercado se rija asimismo en asuntos de interés general o social. El discurso que apostaba por que ahora sí, ahora habíamos aprendido el valor de la unidad ante los peligros exteriores, el potencial equilibrador de los servicios públicos, el significado humanista de la solidaridad, se ha ido diluyendo entre principios como la libertad frivolizada o el individualismo feroz de Ayn Rand. Íbamos a ser capaces de levantar una sociedad más igualitaria, más concienciada y una convivencia más racional, más equilibrada. El naufragio habrá sido completo sí contemplamos las manifestaciones de Francia, de otros lugares o el comportamiento de Madrid. Hemos recuperado los hábitos de siempre, aunque sospechamos que nada será igual. Ahora somos más individualistas y más distantes con las desgracias ajenas. Hemos aprendido poco o nada. Hoy, en la quinta ola de la misma pandemia que nos aterró en los inicios, hemos renunciado a los buenos deseos y a las mejores intenciones. No se cambia de un mes para otro, ni siquiera de un año para otro. Nadie se atreve a imaginar el futuro. Lo intentó John Lenon y lo mataron. Tenían razón los nuevos intelectuales que son los dueños de bares, restaurante, hoteles, discotecas, festivales varios, cuando afirmaron que si no se moría por el virus se podría morir por hambre. No adivinaron que también es posible contagiarse o morir por idiotismo, por individualismo egoísta y por el gregarismo actual.