En la noche del 25 de diciembre de 1991, Mijaíl Gorbachov anunciaba oficialmente el fin de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS). Era el final del comunismo que se implantó en Rusia en el año 1917 como una experiencia nueva contra la explotación capitalista. Una ola de romanticismo político se esparció por el mundo. Para muchos significó acceder a la última utopía de la humanidad. El comunismo abriría las puertas del paraíso para los seres humanos, maltratados durante más de veinte siglos de Historia. La liberación de la tiranía del capitalismo era posible. Se podía construir un hombre diferente, libre, solidario, justo, viviendo felizmente en sociedades igualitarias. Gorbachov ponía fin oficialmente al sueño de un mundo alternativo. El paraíso en la práctica diaria había devenido en un infierno cotidiano. La URSS se empezaba a disolver y cada miembro de las repúblicas asociadas se independizaba de Rusia. En algunos de esos países y aquellos otros que formaron el Telón de Acero a Rusia se la consideraría una invasión extranjera, tan colonialista como el colonialismo capitalista. Al quedarse sin referencias los partidos comunistas de otros países entraron en fase de supervivencia y en algunos lugares desaparecieron. Antes de la crisis de los partidos comunistas, en lugares, como en España, el partido comunista fue participe activo y determinante en la lucha contra la dictadura y en el establecimiento de una transición pactada de una dictadura a una democracia. Un caso de éxito colectivo que ha resultado imposible en otros muchos lugares. Lo que no se podía prever es que el vocablo "comunista" se convirtiera en una especie de insulto, un estigma social que señala a quien se le aplica como alguien que debe ser excluido de la sociedad.
El uso de la palabra comunista como estigma e insulto se había empleado en España profusamente durante la dictadura de Franco. En la Norteamérica de Hubert, el neurótico jefe de la CIA, ya se había convertido en un concepto intolerable. Llamar a alguien comunista en aquel país es la peor de las descalificaciones. En la etapa del nefasto Trump se empleó la expresión comunista para descalificar a quienes se oponían a sus proyectos autocráticos. El uso trumpiano de la palabra comunista llegó pronto a España -se copia siempre lo malo de aquel país y raramente lo bueno- como insulto en boca de la ultraderecha, que el PP elevaría a categoría de eslogan electoral en Madrid.
En las últimas elecciones, la candidata de este partido en Madrid propuso como lema de campaña "libertad o socialismo", que alternaba, a conveniencia, con "libertad o comunismo". Recientemente en la falsa polémica creada por la derecha a propósito de unas declaraciones del ministro Garzón -alguien ha dicho que la feroz campaña contra el ministro tal vez se debía a que era comunista– hemos visto otra variante del eslogan de Madrid que enunciaba "más ganadería, menos comunismo" en la precampaña electoral de Castilla- León. Así que también aquí asistimos a la satanización del vocablo comunista, cuando ya el comunismo no es más que un acontecimiento histórico. España que, desde la transición democrática, había superado los estigmas de la dictadura contra las ideologías, empieza a deslizarse hacia la descalificación del discrepante, llamándolo comunista. Se produce la paradoja de que disponemos de comunistas cuando ha desaparecido el comunismo. Como una reproducción obtusa del modelo norteamericano o como un recuerdo subconsciente de la aciaga época de la dictadura franquista.