Este, sí, parecía inmortal. Nos habíamos acostumbrado verle por las calles de la ciudad, o en actos públicos, con su imagen de ídolo cercano y su figura real: huesudo, musculoso y satisfecho por los triunfos que alguien como él, humilde y pobre, había conseguido. Se le llamó Federico Martin Bahamontes y con su fallecimiento termina una época, el tiempo de un país necesitado de héroes que alumbraran la gris realidad de una guerra civil omnipresente, las represiones posteriores, las miserias seculares y las rutinas de una dictadura aislada.
En ese panorama apareció él, de la nada, subiendo las cuestas empedradas de una ciudad de provincias a la búsqueda de cualquier forma de sustento. Vivió en uno de los barrios pobres de la ciudad. Cerca del mercado en el que traía y llevaba frutas y verduras. En la ciudad de los años cincuenta e inicio de los sesenta, todo era desvencijado, como de siglos pasados. Galdós, cuando llegó a Toledo, la definió como "ilustres escombros, destinados a ser nido de lagartos o de arqueólogos". Urabayen habló de ciudad muerta. Tan solo el poeta Rilke y Federico Martin Bahamontes se ilusionaron con ella. El poeta, porque vivía en la ciudad pintada por el Greco, Bahamontes porque en Toledo se sentía querido y respetado, que era la máxima ambición de un pobre en el Toledo de la posguerra. Tal vez por eso unió su destino a la ciudad y no se marchó a Madrid, que es lo que hacen los toledanos cuando se sienten ricos o famosos. Reflejos, aún no superados, del caciquismo de la España de la Restauración: la vida en Madrid, las fincas, el dinero o el manejo de la política en La Mancha.
De los barrios más humildes procedían los hombres que trabajaban en el abigarrado mercado de abastos, descargando banastas de frutas y de verduras como él hacía. Los habitantes de estos barrios se despertaban con el ruido de la sirena de la Fábrica, que anunciaba el comienzo de las actividades laborales. Dos horas más tarde, quien movilizaba al resto de la población, sobre todo mujeres, era el repique que, monaguillos y sacristanes, arrancaban de las variadas campanas de la ciudad que convocaban a las misas ordinarias. Esas cadencias discordantes son las que exhibía Federico subiendo a las montañas. Su figura, escalando, tenía algo de espiritual, de ascenso místico desde la pobreza de una vida hacia un lugar indefinido. No es de extrañar que se convirtiera un ídolo para una España necesitada de alegrías. Para más énfasis le pusieron el sobrenombre de Águila de Toledo, en referencia evocadora al imperio de Carlos V. La repetición de sus hazañas desembocaría en el triunfo en el "Tour de Francia". Culminaba el camino iniciático del héroe que los españoles necesitaban para escapar de la espesa realidad cotidiana.
Cuando terminó su dedicación profesional, ya convertido en mito atemporal, se transformó en comerciante. En la Plaza de la Magdalena, a unos pasos de Zocodover, abrió un gran comercio de bicicletas y productos de deporte. Un espacio deslumbrante de provincias, con la ventaja de que se podía ver, aunque fuera de reojo, al mito próximo, circundado por las aureolas de sus hazañas. Los niños de entonces soñaban que sus padres les compraban una bicicleta o cualquier otra prenda de deporte en la tienda de Bahamontes, creyendo que así resultaría más fácil repetir sus heroicidades.
Federico Martin Bahamontes ha tenido una existencia, pensamos, que feliz y larga. La realidad, sin embargo, desmonta todas las ilusiones, incluidas las infantiles. Los mitos del deporte o de cualquier otra actividad adquieren la condición de estereotipos. Y los estereotipos no son más que ilusiones ficticias para consolarnos con la idea de una inmortalidad posible.