El Toledo del siglo XX dejó en herencia al siglo XXI una ciudad desorganizada, desestructurada y, sobre todo, irracional. El resultado es un conglomerado de barrios y suelos ocupados, dificilísimo de cohesionar y costoso de mantener. Una ciudad ineficiente e ineficaz en todos los sectores. Podríamos sostener, sin reproche conceptual, que vivimos en un urbanismo esquizofrénico, donde se ha mezclado sin orden la imitación del “sueño americano” de la clase media con las viviendas para trabajadores de bloques superpuestos. Un urbanismo caótico en el que ha primado la construcción a impulsos de la especulación.

Si Seseña fue considerada en su momento un ejemplo del capitalismo especulativo y disparatado, Toledo es el ejemplo de un urbanismo desarrollado a golpe de intereses de detentadores del suelo –muy pocos– y de constructores de burbuja. Solo existen dos barrios que pueden considerar organizados: el Centro Histórico –trama de un urbanismo medieval y renacentista- con los problemas de actualización que conlleva, y el Polígono industrial, delineado a varios kilómetros del Centro histórico, y dividido en dos por una carretera. A un lado, la zona industrial, con un desarrollo arcaico y desfasado, y al otro lado, la zona residencial como las periferias de las grande ciudades. El resto se fue creando según las necesidades de los propietarios del suelo y las demandas de los constructores, un colectivo pequeño, pero poderoso. El paradigma, “La Legua y Valparaiso”.

Sobre esa herencia del siglo XX hay que construir la ciudad del siglo XXI. Conviene afinar mucho para que a un urbanismo disparatado no se sume otro que haga más desequilibrada la totalidad resultante. El nuevo urbanismo debe estar al servicio de la ciudad, no de los constructores ni de despachos de urbanismo de soluciones homogéneas. Es el momento de, sin olvidar el pasado que determina el presente,  pensar en la ciudad del futuro. Hay que considerar nuevas exigencias planificadoras, consecuencia del cambio climático; el uso de energías limpias; el incremento y renaturalizacion de espacios; la rehabilitación integral, sostenida en el tiempo, de barrios y edificios envejecidos por los años y el uso de malos materiales. Palomarejos y Santa Teresa serían dos objetivos prioritarios de  esta rehabilitación.

No habría que olvidar la complejidad y el despilfarro de la movilidad entre barrios, así como el protagonismo de un centro histórico que se vacía desde hace años que se acelera en los últimos tiempos. A ello hay que agregar la proliferación de pisos de usos turísticos, más el vaciamiento de conventos e iglesias. Los inmuebles, antes habitados, fueron abandonándose. El auge del turismo nos plantea un debate aún no resuelto. Los propietarios, nuevos, viejos, o inversores, que rehabilitan antiguas viviendas, buscan obtener la mayor rentabilidad de sus inversiones en un tiempo rápido. Nadie rehabilita para alquilar y las administraciones públicas, que deberían ayudar a mantener el tejido  habitacional y de uso, emigran a espacios más abiertos. La construcción intensiva en los pueblos limítrofes complica, aunque no lo parezca, la planificación urbanística de la capital.

Así que no sirve un plan de ordenación urbana que siga los usos y costumbres habituales del siglo XX. Por la herencia recibida y por las situaciones creadas los dirigentes actuales tiene la obligación ética y política de equilibrar la ciudad y sus barrios, rentabilizar sus servicios públicos, abaratar y facilitar la movilidad limpia, apostar por una ciudad verde, adaptada a los exigencias de un clima riguroso ya presente. Deben canalizar el turismo, principal fuente de ingresos de la ciudad, y considerar la rehabilitación, tanto del centro histórico como de los barrios obsoletos, como principal actividad económica, privada y pública. El objetivo último y primero sería que la ciudad del XXI se organice en barrios habitados por vecinos, en una ciudad equilibrada, y no sea el conglomerado de gentes aisladas que se juntan.