La última primavera
Vuelve la vista atrás, una vez más, intentado retener cada rincón, cada sonido, cada aroma, cada recuerdo, cada cara, cada abrazo, cada mirada. Sabe que será la última vez y no puede más que contener las lágrimas porque aunque las fuerzas ya escasean, siente por un momento ese resurgir vital del que quiere pero sabe que no puede.
Este será su último curso, sus últimos veinte alumnos, difíciles de olvidar, aunque con nostalgia siga recordando los inolvidables primeros, sus caras y sus apellidos, los primeros veinte del millar que han pasado por su vida laboral. Tres generaciones ha conocido, y a dos les ha dedicado la vida para que pudieran elegir vivir todas sus vidas, madre y padre de mil padres y madres. Se va con el orgullo no sólo de dejar médicos sin saber medicina, científicos sin ser científica, artistas, especialistas, técnicos, trabajadores, obreros. Se va con el orgullo de haber dado las herramientas para ser lo que quisieran ser, para desarrollar todo su potencial, para ser mejor personas, padres, madres, hijos e hijas, para ser mejor sociedad, para ser futuro.
Sabe que es su última primavera, su último trimestre, su última reforma educativa, su último boletín de notas, por eso vuelve la vista atrás mientras el pulso tiembla, la garganta aprieta, y desborda una lágrima antes de firmar y enviar la rúbrica de su último final de curso.
Aunque William Wordsworth, en su obra “Oda a la inmortalidad” decía en un poema «Aunque ya nada pueda devolvernos la hora del esplendor en la hierba, de la gloria en las flores, no debemos afligirnos, porque la belleza subsiste en el recuerdo«, en este caso, aunque la belleza persista no sólo en su propio recuerdo, en el de un millar, Doña Carmen, aunque pudiera ser Hipólito, Fernando o Francisca, cualquiera de nuestros docentes, como todos la llaman, docente de nuestra escuela rural, no tendrá necesidad de recuperar las horas del esplendor en la hierba ni de la gloria en las flores, porque su gloria estará presente allá donde vaya, cuando compre el pan en la panadería de su barrio, cuando asista al ambulatorio, a renovar el carnet de conducir, en el taller, en el juzgado o simplemente paseando por sus calles.
Su única aflicción será pasar por su colegio y ver sus rincones, escuchar la algarabía de los recreos, recuperar aromas y recuerdos, compañeros de trabajo, alegrías y tristezas, pero para Doña Carmen, o para cualquiera de nuestros docentes, puede, que como tal, sea su última primavera pero ya han alcanzado lo que pocos alcanzan y a la que Wordsworth dedicaba su Oda, la inmortalidad.