Llevo un verano con un coche que me ha dado la lata, que ha visto un par de veces las fauces de la grúa amiga y que ha visitado sendos talleres. Como por arte de magia, mi perfil de Instagram se ha visto invadido por diferentes publicidades de automóviles.
He de decir que al algoritmo le falta entrenamiento, pues los ofrecimientos no corresponden a mi presupuesto. Pero, vaya, que algo pasa digitalmente hablando cuando a su universo llegan mis ondas automovilísticas. El karma digital podría ser que se expande desde mi teléfono móvil.
La realidad es que nuestros dispositivos electrónicos se han convertido en nuestro tercer brazo, cuando no en nuestro tercer ojo, la llave que todo lo abre, incluido el coche de alquiler por horas. Son una novedad en nuestro sentido de la vista y el principio de ese fin que es la tecnología que todo lo mueve, lo cambia, lo evalúa y diferencia. Esa que conduce al bien. Esa que niegan los que hacen el mal. Por eso hablo de la hiperconexión y de la desconexión.
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Precisamente, cuando todos estos mis problemas con los coches y toda esta información sobre los ídem se colaba en mis redes sociales, leía el informe El internet de las cosas: la tecnología como aliada de la sostenibilidad, realizado por Cristina Gallego Gómez, para EAE Business School.
En él queda patente la importancia de la tecnología, su imperiosa necesidad, en el impulso para alcanzar los Objetivos de Desarrollo Sostenible. Y además su impacto no solo en el aspecto clave de la sostenibilidad sino en el desarrollo fabril, que es la próxima revolución y susceptible de cambiar índices como los de la pobreza, el hambre o la creación de puestos de trabajo.
Y no se trata de palabras. Se trata de robótica, de Inteligencia Artificial, de la (mal denominada) impresión 3-D…, todas ellas armas de construcción masiva de la hiperconectividad, de la sociedad 4.0 .
Por ello es tan importante la evolución del denominado Internet de las Cosas (término que debemos a Kevin Ashton, desde 1999), que va mucho más allá de la domótica, de aplicaciones que miden tus pasos o de un reloj que te advierte que pares y respires. La salud, la producción, la eficiencia energética son palabras mayores que se esconden en su ciencia; es ahí donde se prevé mayor desarrollo y por tanto mayor generación de ingresos.
Y es ahí donde la red se pierde, donde la conexión falla, donde la brecha se abre sin necesidad de terremoto. Ahí donde comienza la distinción, la mala diversificación.
Porque es fundamental para el desarrollo sostenible el acceso al Internet de las Cosas. Porque puede transformar la vida de las personas, la economía de las sociedades, el desarrollo de las naciones.
Porque encontramos generaciones sin acceso, que se han quedado descolgadas.
Porque señalamos lugares como Afganistán, donde el triunfo talibán contribuye al infradesarrollo, especialmente de las mujeres y de las niñas, impidiendo que trabajen fuera de casa, que estudien a partir de los diez años, prohibiendo su presencia en medios de comunicación; ojalá pudiera ayudarles la híperconexión del Internet de las Cosas.
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Porque chocamos con países donde la supervivencia en primera instancia impide enfocar estas “cosas”, y no, no solo Haití, esa vergüenza internacional, aunque no te olvides de Haití, como pedía siempre el gran Forges en sus viñetas. Porque nos afecta de pleno. A España, sin ir más lejos, donde un 32% de la población trabajadora (léelo dos veces para sentir más vértigo) no cuenta con habilidades digitales. Y no lo digo yo, lo dice el Pacto Mundial (2021), y lo recuerda el informe de EAE.
Quedarse atrás es perder un tren. Poderoso y veloz. Y es que según leo, la consultora McKinsey estima que el Internet de las Cosas puede generar para 2030 entre 5,5 y 12,6 billones de dólares. La horquilla es muy amplia, pero su base es gigante, con un total de dispositivos conectados que va en aumento y que se supone que en 2025 será de casi 31 millones en todo el mundo (la previsión de población mundial según Naciones Unidas para ese año es de 8.200 millones por poner la cifra en contexto).
Quedarse atrás es perder la posibilidad de impactar positivamente en el desarrollo sostenible internacional. Según glosa el informe, los datos del Pacto Mundial de Naciones Unidas España (2022) dicen que “las soluciones digitales que impactan positivamente en los Objetivos de Desarrollo Sostenible podrían generar unos ingresos anuales de 2,1 billones de euros”.
Es fundamental mirar hacia adelante, trabajar por el futuro y al mismo tiempo buscar remedios para la huella ecológica que todo esto tan idílicamente necesario supone en negativo desde el punto de vista medioambiental. No solo por el rápido deterioro, cambio y evolución, digamos, orgánica de los diferentes aparatos conectados al Internet de las Cosas.
No solo por los recursos naturales que se requieren para su fabricación, sino especialmente por su uso individual, sí, también cuando utilizamos una red social, y los debidos a su producción, a los recursos que lo hacen posible, el uso masivo de la nube.
Por ello, la evolución según destaca el informe pasa también por el total desarrollo del 5-G y desde luego por sistemas de almacenamiento rápidos, cercanos y por tanto más eficaces como el Edge Computing. Por cierto… que Ashton dijo que “hubiera tenido más sentido gramatical hablar del “internet para las cosas”…, pero qué se se le va a hacer, así son las cosas.