Se generaron grandes esperanzas cuando, en 2015, la Asamblea General de la ONU aprobó en Nueva York los Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS). Los 17 objetivos que se establecieron son los sucesores de los Objetivos de Desarrollo del Milenio (ODM) e incorporan con mayor firmeza la cuestión del medio ambiente.
Anteriormente, los efectos del cambio climático habían aumentado considerablemente a escala global y la destrucción de los ecosistemas terrestres y marítimos habían alcanzado niveles nunca vistos. La magnitud de estos hechos implica que este se convierta en un objetivo primordial.
¿Estamos a nivel mundial en buen camino para completar el programa establecido de cara a 2030? Sí y no. En cuanto a la reducción de la pobreza y del desarrollo humano, hay avances extremadamente relevantes. Sobre este respecto recomiendo el libro de Hans Rosling: Factfulness, diez razones por las que estamos equivocados sobre el mundo. Y por qué las cosas están mejor de lo que piensas (Deusto, 2018).
La gran preocupación, y en cierto modo derivada de estos grandes avances, sigue siendo el medio ambiente, donde estamos empezando a implementar las primeras medidas para hacer frente al cambio climático. Cabe destacar que los objetivos son más una promesa que un plan de acción concreto.
La implementación funciona de tal forma que los mismos actores que trabajan en el cumplimiento de las metas, como ministerios y agencias de desarrollo de los estados o cualquier organización que recibe fondos de la ayuda oficial del Estado (ODA), determinan a cuáles de los ODS contribuyen con sus programas e iniciativas en países en desarrollo.
Si bien es cierto que los ODS requieren de mayor acción en los países desarrollados, a raíz de la incorporación del tema ecológico, se aplican en muchas ocasiones medidas regulatorias. Y efectivamente, son los países más desarrollados los que mejor cumplen estas tareas.
El control del gasto dedicado a los ODS puede variar dependiendo del país, pero el incentivo cuestionable es el siguiente: el interés de cualquier político con responsabilidad en el manejo de estos fondos es poder decir: 'Miren todo lo que hemos invertido, logrado y cumplido'.
Sin embargo, no se suele realizar una comprobación exhaustiva del rendimiento de estas inversiones en ODS. Y, por otro lado, si el cumplimiento de todos los objetivos tiene como consecuencia que las mismas agencias de desarrollo y toda una industria queden obsoletas no proporcionará ningún incentivo.
Desde una perspectiva liberal se plantean ciertos problemas con el concepto de los ODS. Si bien todos podemos firmar los objetivos –¿quién se postularía en contra de tan solo uno de ellos?–, hay cierto paternalismo y pensamiento heredado de los tiempos de la guerra fría en la redacción e implementación.
Esto se refleja en afirmaciones algo obsoletas y en contra de la ayuda al desarrollo, como que el mundo desarrollado es responsable de todos los males, o que hay que ayudar a los africanos, por nombrar algunas. Este tipo de extractos de culpa son poco específicos y paternalistas.
Aún peor, los gobiernos de países desarrollados siguen con políticas antiliberales que destruyen en muchos casos la perspectiva de una vida digna, sin ofrecer ayudas y permitiendo a mercados operar en países emergentes.
En Ghana, por ejemplo, cayó la cuota de mercado de los productores locales de ave de corral del 95% al 11% en un año, gracias a importaciones avícolas subvencionadas procedentes de la Unión Europea. Miles de familias se quedaron sin ingresos. ¿Es eso desarrollo sostenible?
El segundo error es, desde mi punto de vista, que no se tomó suficientemente en cuenta la condición humana. Claro, no todos pueden tener como propósito en la vida conducir un todoterreno o volar una vez al año al Caribe.
Pero miles de millones de personas, incluso en países desarrollados con un amplio sector de la población socioeconómicamente desfavorecida, aún tienen sueños materialistas, a veces muy básicos, y ni yo ni nadie debería juzgarlos.
Para un liberal, avanzar en la vida es un derecho humano. Si gente con buen estatus económico que vive en grandes capitales deciden vender su coche y comer vegano, fantástico, yo siento cierta simpatía por el posmaterialismo.
Pero no pueden obligar a todo el mundo a hacer lo mismo porque somos diversos. Entra nuevamente el tema del paternalismo de una clase global privilegiada y poco sensible a la posición social relativa de otros.
Lo que me lleva a mi tercera crítica. La única cosa que nos puede rescatar como especie, y lo que puede resolver los retos mencionados, es, a mi criterio, la innovación y el libre mercado, incluyendo por supuesto la internalización de los gastos externos y cuando no hay otro remedio: la regulación estricta para proteger los ecosistemas (ya no dejamos que las empresas ensucien ríos con sustancias tóxicas, por ejemplo).
La burocracia estatal, restricciones al libre comercio (incluyendo mercados digitales), la falta de creatividad en la administración pública, la iniciativa y la creatividad son las que nos salvarán, y muchas veces el estado es más un reto que un apoyo.
Para finalizar, me gustaría subrayar que los ODS clave en este sentido para mí son el número dos (hambre cero), el tres (salud y bienestar) y el cuatro (educación de calidad). Nadie debería pasar hambre y cada persona en este mundo debería tener acceso a estos dos últimos elementos que pueden provenir de sistemas públicos o privados –si bien el Estado debe garantizarlos–.
La creatividad humana es la materia prima distribuida de una forma más justa en todo el mundo. La persona que desarrolle la próxima innovación en energía limpia que nos permita movilidad con ética, puede ser un niño que este ahora mismo aprendiendo a dibujar en su colegio de Madrid o bien una niña jugando fútbol en Eritrea.
Para desarrollar nuestro potencial, necesitamos vivir sin hambre y con acceso a educación y sanidad. Seríamos muy necios si no apoyamos a cualquier joven en este mundo para que la humanidad tenga otra oportunidad en este planeta –Marte no me apetece–.
*** David Henneberger es el director de la Fundación Friedrich Naumann en Madrid.