Marta Peirano: “Con la crisis climática, la dependencia de las plataformas digitales es casi suicida”
La periodista, experta en tecnología, analiza el futuro ecológico y digital de una sociedad conectada a través de herramientas poco democráticas.
31 julio, 2022 01:36El futuro no es tan apocalíptico como la ciencia ficción nos ha hecho creer. Puede que –con un poco de suerte y empeño–, incluso, pueda llegar a parecerse más a la sociedad que construye la Federación en Stark Trek que a la distopía que dibuja Mad Max. Al menos, así lo deja entrever la periodista y escritora Marta Peirano (Madrid, 1975) en su último libro.
[Marta Peirano contra el futuro]
A principios de verano, esta experta en tecnología y poder publicaba Contra el futuro (Debate, 2022), una especie de manual de, como reza su subtítulo, resistencia ciudadana frente al feudalismo climático.
Pregunta: ¿Qué significa ese concepto tan central en su libro, feudalismo climático?
Respuesta: El feudalismo climático, en otros contextos, a veces ha tenido otro nombre: capitalismo de desastre. Pero yo lo utilizo –igual de forma un poco oportunista– para hablar de cómo las infraestructuras que nos hacen falta para enfrentarnos a la crisis climática se están privatizando y están quedando en manos de las mismas cinco empresas.
Cuando tú le tienes que pedir permiso a Apple, a Google, por ejemplo, para diseñar una aplicación de rastreo de una pandemia, eso es feudalismo para mí; y en el caso del clima, feudalismo climático.
P.: Ese concepto de capitalismo de desastre es el que desarrolló allá por 2007 Naomi Klein en La doctrina del shock.
R.: Exacto, Naomi Klein es una de las grandes teóricas del capitalismo de desastre. Y lo vimos después del huracán Katrina, que fue donde ella desarrolló el concepto. Pero lo hemos ido viendo de forma cada vez más perseverante –aunque también más sutil– en todos los aspectos de nuestras vidas.
P.: ¿Por ejemplo?
R.: Lo hemos visto en la pandemia: cómo de repente hay un puñado de empresas que enseguida ofrecen soluciones a crisis concretas. Y esas soluciones son siempre infraestructuras que en realidad pagamos con dinero público, pero son privadas porque son suyas. Esas son las infraestructuras que se quedan las empresas. Pero a nosotros lo que nos hacen falta son infraestructuras públicas de acceso público y que estén sometidas al debate y al escrutinio público para poder hacer frente no sólo a los retos climáticos, sino, en general, al mundo que nos rodea.
En su doctrina del shock, Klein hacía especial hincapié en esos contratistas estadounidenses que, tras el huracán que asoló el estado de Luisiana o tras la invasión de Irak, llegaban para reconstruir. “Contratista es la palabra que usan los americanos para describir a una empresa que viene a hacer un servicio público con dinero público pero de forma privada”, explica Peirano.
Al final, dice, “sería el equivalente a privatizar infraestructuras que deberían ser públicas y que se construyen con dinero público”. Y concluye: “Los contratistas no vienen a hacernos un favor”.
El reinado de las plataformas
Ahora, con la pandemia y la digitalización, parece que esa labor que antes caía en esos contratistas estadounidenses se la han quedado las grandes tecnológicas. Peirano cuenta que en los últimos 15 años, el capitalismo de desastre ha sido sustituido por lo que ella llama feudalismo digital o, según la socióloga Shoshana Zuboff, capitalismo de plataformas.
Este, apunta, es “un proceso por el cual unas empresas te ofrecen unos servicios o un desarrollo relativamente barato, comparado con el resto del mercado, o incluso gratuito –cuando hablamos de servicios como correos, etc.–, y resulta que en el proceso de utilizar ese servicio o de adaptarlo a tus necesidades, te conviertes en preso de su modelo económico, que vive de extraer información sobre ti y vendérsela a otras entidades o instituciones, o empresas, o gobiernos…”.
Este capitalismo de plataformas nació con Google, y lo continuó Facebook (ahora Meta). “Es un modelo que ha tenido tanto éxito que, por un lado, ha encumbrado, ha convertido a esas cinco empresas en el mundo occidental o [Apple, Amazon, Google (Alphabet), Meta y Microsoft] –en el mundo oriental hay otras– en las mayores empresas del mundo, las que tienen más influencia, las que están más valoradas en bolsas, etc.”, asegura Peirano.
Y continúa: “Por otro lado, ha expandido el modelo de negocio a todas las demás industrias. Es decir, ahora el capitalismo de plataformas permea a todos los sectores, desde la medicina a la agricultura, pasando por el transporte; todas las industrias están invadidas por esto que yo llamo un hongo oportunista que ha colonizado internet y ahora está colonizando todo lo demás”.
La experta en tecnología alerta de que este modelo, durante la pandemia, “incluso ha llegado a colonizar espacios que antes le estaban completamente vetados, como la salud y la educación”.
P.: ¿Por qué hasta ahora no había entrado en esos dos grandes ámbitos y cómo nos afecta?
R.: En la salud, porque los datos sanitarios están más protegidos que ningún otro; son los que más vulnerables te hacen. Y en la educación, porque estamos hablando de menores y tienes que pedir permiso a los padres para espiarles. En ese proceso hay fricción a veces. Pero no siempre. Y en la pandemia se acaba la fricción.
Y en ese proceso hemos llegado a que las grandes infraestructuras de nuestro tiempo, que dependen de internet, están siendo ahora desarrolladas con dinero público pero de forma privada por las grandes empresas.
P.: ¿Nos pone un ejemplo?
R.: ¿Quién ha construido los cables submarinos que conectan España con el resto del mundo en los últimos diez años? Estamos hablando de Marea, el cable de Microsoft y de Facebook, que nos conectaron a una playa de Bilbao hace tres años. Y también de Grace Hopper, el cable de Google que se conectó a la misma playa hace unos meses. Hay un desarrollo de infraestructuras que son críticas y que estamos delegando, financiando a empresas tecnológicas.
P.: ¿Qué peligros entraña todo esto? Porque peor sería no tener infraestructura que nos conecte, ¿no?
R.: De forma directa veo dos o tres peligros. Primero está el de no entender las infraestructuras críticas de las que dependemos. Es decir, ya no es sólo la cuestión del acceso –de poder tener acceso y poder hacer que hagan lo que nosotros queramos–, sino, por ejemplo, una de las cosas que se encontraron en Puerto Rico cuando llegó el huracán María y destruyó todas esas infraestructuras, fue que las que estaban a medio destruir no podían reconstruirlas porque no tenían el expertise necesario para hacerlo.
P.: ¿Por qué ocurrió eso?
R.: Porque habían llegado unas consultoras, habían decidido que las infraestructuras las iban a construir unas empresas estadounidenses, que habían llegado y las habían hecho. Eran infraestructuras completamente privativas, con ingenierías absolutamente opacas. Y en Puerto Rico, en un momento de crisis, no podían resolver sus propios problemas porque no tenían la clave. Por eso, entender esas infraestructuras es crucial, saber cómo funcionan, saber cómo repararlas, saber qué pasa cuando no funcionan bien.
P.: Decía que veía tres peligros, ¿cuál es el segundo?
R.: Poder controlarlas. Tenemos el ejemplo, que a mí me parece escandaloso, de la Comisión Europea decidiendo cómo va a ser nuestra aplicación de rastreo europea para poder gestionar una pandemia que está matando a mucha gente. De repente, llegan Apple y Google y dicen “no, va a ser como nosotros digamos”. E independientemente de que como ellos digan sea apropiado o inapropiado, aquí lo que es inapropiado es que dos multinacionales extranjeras, que ni siquiera pagan impuestos en Europa, lleguen y le digan a los oficiales electos de la Comisión Europea que una decisión que afecta a millones de personas la van a tomar ellos.
Los dos países que dijeron “¿quién eres tú para tomar esa decisión por nosotros?”', que fueron Francia e Inglaterra, se encontraron con que desarrollaron una aplicación de rastreo propia y no funcionaba en el 99% de los móviles que hay en sus países porque, efectivamente, los sistemas operativos les pertenecen a Google y a Apple.
Eso es una colonización, porque los CEO de empresas que no han sido elegidos democráticamente, ni siquiera en sus propias corporaciones, vienen a decirles cómo hacer políticas públicas a los parlamentarios que nosotros sí hemos elegido democráticamente para que tomen decisiones en momentos de crisis. Si eso no es una colonización, si eso no son virreyes que vienen a decirnos cómo hacer las cosas en tierras que no son suyas… es que apaga y vámonos.
P.: ¿Y la tercera amenaza?
R.: La hemos visto ahora con Ucrania. Esas infraestructuras de red, cuando son tan cruciales y dependemos tanto de ellas, no podemos quedar a expensas de que de repente Google un día diga “es que no me apetece este cable en España, lo voy a apagar”. O que de repente, pues imagínate, Estados Unidos toma una decisión geopolítica con otros cuatro países, por ejemplo, la red de los famosos cinco ojos [Australia, Canadá, Nueva Zelanda, Reino Unido y EEUU] y diga “no, ahora todos los cables que conecten con otras partes del continente nos hacen vulnerables a ataques y los vamos a apagar”.
Si España dice “nos vamos a desconectar de internet”, la decisión tiene que pasar por el Parlamento, se tiene que votar, se tiene que debatir… está sujeta al escrutinio de los medios de comunicación. Es decir, hay un proceso que lleva hasta esa decisión y que es el apropiado en un país democrático. Si Google de repente decide que este Grace Hopper que ha puesto lo va a apagar todos los días de 8 a 12, porque le parece que gasta demasiada electricidad… ¿Verdaderamente podemos depender de algo cuyas decisiones no son tan completamente ajenas?
P.: Entiendo, entonces, que el mayor peligro es, en realidad, la dependencia.
R.: Es que a esto vamos. La experiencia que tenemos de un control monopolista desde un país extranjero de infraestructuras de las que dependemos es que en los momentos de crisis nosotros no somos su prioridad, lo cual es lógico. En este mundo globalizado, donde de repente Estados Unidos inventa las patentes, China fabrica las cosas y Europa las consume, lo primero que descubrimos con la pandemia fue que no teníamos mascarillas porque se fabrican todas en el mismo lugar y China decidió, de forma completamente coherente, que la prioridad eran los suyos.
En un momento en el que la crisis climática y todos los vectores nos indican que vamos a estar repartiendo recursos muy escasos entre un número muy creciente de población, la dependencia de infraestructuras privadas, de países, de multinacionales extranjeras es casi suicida. Desde mi punto de vista, no tengo por qué tener razón. Hay quien piensa que si no viniera Google a poner un cable en la playa de Bilbao no tendríamos cable. Y a lo mejor es verdad, pero eso también es un problema.
P.: ¿Por qué sería un problema?
R.: Se habla mucho del futuro de las naciones-Estado, pero es que estas son precisamente la clase de institución que genera o que produce a coste perdido infraestructuras críticas, que protegen a la población, que la refuerzan y que la proyectan hacia el futuro. Así que si las naciones-Estado empiezan a renunciar de forma voluntaria, en momentos donde todavía no estamos en crisis de verdad, al desarrollo y al control de esas infraestructuras, no sé cómo van a sobrevivir a los próximos 50 años.
Y llegó el 'cripto'
P.: Se empieza por ahí y se acaba viviendo en un mundo distópico en el que en vez de Estados tenemos corporaciones como forma de gobierno.
R.: No sé por qué nos parece ciencia ficción, cuando en realidad ya está pasando. Ahora mismo, por ejemplo, dentro de toda la escena de los criptoinversores está esta idea de construir criptonaciones en países que ya son naciones, es como un nuevo colonialismo digital extremo. Yo siempre digo que el cripto es como una parodia del mundo financiero y los NFT son una parodia del mundo del arte. Esta idea de "nos vamos a Puerto Rico y montamos una nueva nación" es como cuando los españoles iban a Latinoamérica o los ingleses iban a las islas del Pacífico a descubrirlas, como si no hubiera gente viviendo en ellas, como si ya no fueran una nación.
Aquí está pasando lo mismo, y la idea precisamente es que nosotros pertenecemos a un Estado que es virtual, con dinero virtual, con un estatus fiscal nebuloso, es decir, somos ciudadanos de la nube y tenemos nuestra propia moneda, tenemos nuestras propias infraestructuras, tenemos nuestro propio modelo de negocio y tenemos nuestras propias leyes. Y efectivamente, es algo que estamos viendo que se desarrolla en sitios con mayor o menor fortuna.
P.: Hacia ahí va el futuro, ¿no? Esa vida digital y ese ese metaverso parece que será nuestra realidad y le diremos adiós al aquí y ahora físico.
R.: Bueno, en verdad ellos no se olvidan del aquí y ahora físico. Ellos lo que están haciendo es colonizar espacios que son ricos en los recursos, que cada vez nos faltan más, es decir, espacios que no son desérticos; se mueven a lugares donde, de momento, siguen creciendo las plantas. No es casual.
Y cuando hablamos de que todos se mueve al metaverso, en realidad los que nos vamos moviendo al metaverso somos los trabajadores. Es decir, cada vez nuestro trabajo es más virtual. Incluso los periodistas como tú y como yo, cuyo trabajo debería transcurrir en la calle y hablando con gente, ahora estamos todo el día encerrados en una oficina, mirando la pantalla de un ordenador.
La historia interminable del Génesis
Contra el futuro: resistencia ciudadana frente al feudalismo climático empieza con la historia más antigua de la humanidad. El Génesis, ese diluvio que no deja de ser una crisis medioambiental como a la que nos enfrentamos ahora. Y este relato bíblico primigenio tiene mucha relación con el trabajo que lleva haciendo Peirano en los últimos años.
Ella misma define su idea central: “Vivimos en un mundo tecnológico, pero invertimos en tecnologías que no nos ayudan a resolver los problemas de nuestro mundo”. La pregunta que le motivó a escribir su libro –y a utilizar el Génesis como punto de partida– fue si la crisis climática es un problema técnico.
P.: ¿Lo es?
R.: La respuesta es no. No es un problema técnico porque tenemos soluciones técnicas; es un problema de otra índole. Pero si es un problema de otra índole, ¿por qué los perjudicados, que somos mayoría, no hacemos nada al respecto? Para mí la respuesta fue porque llevamos contándonos la misma historia, de un desastre medioambiental y una tecnología que nos salva en el último minuto, desde el principio de los tiempos. Es la historia fundacional de nuestra sociedad o de nuestra especie.
Esta historia que nos vamos contando, que en su momento fue probablemente una herramienta que nos ayudó a superar todo tipo de cosas en nuestro proyecto a través de la sabana y de colonización de nuevos espacios y de destrucción de viejos hábitats, se ha convertido casi en un recurso traumático. Es decir, parecemos incapaces de pensar en soluciones que nos sean ajenas, que no estén diseñadas por casi por un dios o por un visionario que habla con Dios, que no sean totémica y que no sean excluyentes.
P.: ¿Esa tecnología es el arca de Noé?
R.: Es la tecnología que nos salva como especie, pero también que solamente salva a una familia de un tío que habla con Dios y que se deshace de todos los demás. De hecho, dentro de la historia, el diluvio no es algo que mate a toda la gente menos a uno, sino que está diseñado para acabar con todos menos con uno. Esta es una idea que para mí permea todos los grandes proyectos de Silicon Valley. Es decir, son proyectos excluyentes, interestelares, poshumanistas…
P.: Poshumanistas, ¿en qué sentido?
R.: En el sentido del diluvio, de ‘toda esta gente que hace ruido, sucia, me molesta, deshagámonos de ella’. Y por ejemplo, esta idea –que es a la vez una amenaza y una promesa– de la inteligencia artificial, de la fábrica sin obreros, que además es falsa, lo que le dice al empresario –que en este caso es Noé– es "no vas a necesitar más obreros" y lo que le dice a los obreros es "portaos bien y sed obedientes, porque tenéis que ser los elegidos para entrar a la fábrica; solamente nos quedaremos con los mejores y los buenos".
Su obra, dice su autora, se alza contra esta idea de “nos vamos a las estrellas y nos llevamos a quien queramos porque nos sobra todo lo demás”. Ese, dice, “es el futuro contra el que este libro se rebela; no solamente contra un futuro de desastre climático, sino –sobre todo– contra un futuro interestelar que nos deja atrás, que dice 'esta Tierra ya se nos ha acabado, vámonos a otro sitio'”.
P.: ¿Cómo evitar ese futuro? ¿De qué herramientas disponemos, la ciudadanía, para luchar contra ese futuro "interestelar"?
R.: Sabiendo que no nos incluye y que es un futuro que no es el nuestro. Cuando vuelve Jeff Bezos con un gorro de cowboy de su ascensor estelar, baja y después de decir su discurso de que desde pequeñito había soñado con esto, que antes parecía de ciencia ficción, etc. dice “esto es gracias al esfuerzo de todos los trabajadores de Amazon”. Y claro, Amazon ahora mismo es uno de los principales empleadores de los Estados Unidos y uno de los primeros empleadores del mundo. Es una de las empresas que más empleados tiene y sus trabajadores, como ya sabemos, hacen pis en botellas de agua porque los robots no les dejan tiempo para para ir al baño entre trabajo y trabajo.
Es un futuro que no nos incluye, pero que él siente que se merece y que el sacrificio de todos esos trabajadores –y por extensión, nuestro– es apropiado para que él pueda ir a las estrellas. ¿Debemos detener ese futuro? No, lo que debemos detener es el maltrato y el abuso laboral que lo permite, que lo financia.
P.: Entonces, ¿qué futuro nos espera al resto, a los que no somos Bezos?
R.: Depende de donde estemos. Dependerá mucho de nuestro estatus económico, pero también de nuestra capacidad de inventar soluciones que todavía no existen. Y sobre todo, depende de nuestra capacidad de organizarnos, de entender cuáles son las crisis que nos esperan, que no son las mismas si vives en una playa, en una isla, en una montaña, en un bosque, en una gran ciudad o en un pueblo. Son distintas para distintas comunidades.
Todo depende de nuestra capacidad, primero, de entender el contexto específico del problema en nuestra localidad. Y segundo, de nuestra capacidad de organizarnos con gente, con nuestra comunidad local, para poder hacerles frente, prevenir algunas cosas, responder a otras y prepararnos y adaptarnos a lo que sea.
P.: Sin embargo, da la sensación de que en los últimos años esa capacidad de organizarnos se ha ido reduciendo.
R.: ¿Y qué herramientas utilizamos para hacerlo? Nosotros, en los últimos años, nos hemos vuelto dependientes de algo que en principio no parecen serlo, pero se han convertido en infraestructuras críticas hasta el punto de que no podemos tener una escuela virtual durante una pandemia sin recurrir a ellas, ni una asociación de padres, ni podemos buscar a personas perdidas en un incendio sin ellas, ni ver los incendios en un mapa.
Dependemos para coordinarnos de tecnologías que aunque son bastante buenas, no están diseñadas exactamente para eso. De la misma manera que Facebook decía que su misión en el mundo era tener un mundo más conectado, cuando en realidad lo que hacen Facebook, Instagram o YouTube, es sacarte del lugar donde estás, en tu comunidad, con las personas que te rodean, con las personas que se tienen que preparar para un incendio en verano o para la subida del mar dentro de diez años, es decir, tu verdadera comunidad, y conectarte con otra imaginaria, que se inventa Facebook.
Una vida en desconexión
Estas plataformas, insiste Peirano, “te sacan del lugar en el que físicamente estás, donde tú eres un nodo fundamental de la acción política, y te pone en otro que controla, por ejemplo, Facebook, que solamente existe en Facebook, con personas que en realidad sólo existen en esa red social para ti”.
Por eso, recuerda, “las plataformas digitales, en lugar de conectarte, literalmente te desconectan y llevan a un lugar imaginario que ya es el metaverso”. Porque, asegura, ese sitio no existe donde estás y, por tanto, te desconecta. “Y en ese momento empieza un proceso que ahora llamamos de polarización, donde cada una de esas personas desconectadas, pero conectadas a un lugar imaginario, confunden la realidad con ese lugar imaginario y empiezan a desarrollar realidades paralelas”.
De esta manera, sentencia la periodista, “vivimos en un momento en el que las tecnologías que nos cuentan la realidad eligen trozos de realidad para contarnos una historia distinta a cada uno y ya no tenemos lugar para el debate con el resto de las personas que nos rodean”. Y mucho menos, recuerda, para coordinarnos para detener, por ejemplo, un incendio.
P.: ¿Hay esperanza? ¿Seremos capaces de ver toda esta desconexión que nos provocan las plataformas y volver a conectar con nuestros vecinos, con la gente?
R.: Claro que hay esperanza. ¿Sabes por qué pienso yo eso? Soy superoptimista, porque me he dado cuenta escribiendo este libro de que no es un problema técnico; es un problema de que hemos dejado entrar un modelo de negocio en nuestras vidas que hace que llevemos una máquina tragaperras en el bolsillo y que lo confundamos con una herramienta que nos ayuda cuando en realidad es una herramienta que nos dificulta las misiones más importantes que tenemos en la vida, no solamente climática, sino como padres, como parejas, como trabajadores.
P.: ¿Cómo revertirlo?
R.: La propuesta que hago en el libro es convertirnos en un ejército climático, es decir, volver a convertirnos en una sociedad civil. Y eso se consigue a través de instituciones fuertes, que para mí son locales y que empiezan por tu comunidad de vecinos, por la asociación de vecinos de tu barrio, por la asociación de padres y madres del colegio.
Esas son las fuerzas políticas que para mí tienen sentido y que tienen un montón de nodos, que están ahora mismo malviviendo, pero que podrían tener otro lugar en el mundo, como las bibliotecas, como los ambulatorios… Para mí son la salvación para las crisis que nos vienen, no solamente la climática, sino de la polarización y política que vivimos.