Estoy un poco hasta las narices de hablar de igualdad. Estoy un poco hasta las narices de teorías, de datos, de cifras, de porcentajes que aseguran el buen viaje del el objetivo de desarrollo sostenible número cinco, la meta de su consecución en 2030.

Y es que vamos mal. Muy mal.

Su meta mayor, esa de acabar con la discriminación de mujeres y niñas, va mal. Esa de su consideración no solo como un derecho humano que afecta a algo más de la mitad de la población, sino como necesaria para el desarrollo sostenible, no parece que vuele mejor. No soy nada tendente a las teorías conspiranoides, me molestan horrores. Pero a veces dudo de si ese empoderamiento de las mujeres que se supone que ayuda a un desarrollo económico y social a nivel global será un freno inconsciente para avanzar en sus logros.

Se supone que cuando las mujeres tienen, como suele decirse, un puesto en las mesas de decisión, organización o administración, las políticas, cualquiera que sean, cualquiera que sea la institución aludida, son más inclusivas. Se supone que cuando las mujeres tienen poder… -sí, digamos poder, esa palabra que no debería asustar y a veces molesta como arma cargada de potente presente y mayor futuro-, lo que de él emana es más justicia y equidad.

Pero cómo vamos a alcanzar la igualdad… Si se sigue practicando la mutilación genital femenina, a pesar de estar prohibida. El horror de esa costumbre que me niego a denominar cultural significa una violación de los derechos humanos y equivale a un horizonte de problemas de salud, entre los que figuran infecciones, hemorragias, infertilidad y posibles complicaciones en futuros partos. Un informe de la ONU del pasado mes de marzo dice que 230 millones de niñas y mujeres han sido sometidas a esta práctica en todo el mundo.

Si en Gaza más de medio millón de mujeres está sufriendo problemas de inseguridad alimentaria debido a que si tienen algo de comida prefieren repartirla entre los miembros más vulnerables de la familia, especialmente sus hijos… Es una práctica común a las madres.

Si solo se puede hablar de un 23,3% de ministras en todo el mundo, según ONU Mujeres, lo que estadísticamente significa que hay países, como es el caso de España, donde el Gobierno es absolutamente paritario, pero desciende al 0,0% en otros muchos. Y no solo eso, sino que según la propia Organización, las mujeres ganan globalmente un 20% menos que los hombres.

Si hay otra guerra de la que apenas se habla que es la abierta contra las mujeres en Afganistán, donde no pueden estudiar después de los 12 años, salvo que sea en escuelas clandestinas, siempre poniendo en riesgo no solo su salud física, sino la mental

… y así sucesivamente…

Es cierto que por primera vez la participación femenina en unos Juegos Olímpicos será igualitaria. Hablaremos de París paritario. Es cierto que si nos trasladamos a España, por ejemplo, ese anhelo de sentar más mujeres a las mesas de los Consejos de Administración va cumpliéndose. De hecho, según un informe de Atrevia e IESE, las empresas del IBEX 35 quedaron solo ligeramente por debajo de la recomendación de contar con un 40% de consejeras en 2023 (se llegó al 39,82%). También es real que el 40% de los puestos directivos en España son femeninos. Lo dice el informe Women in Business 2024, elaborado por la consultora Grand Thornton. Eso nos sitúa además como el país con mayor peso de mujeres en alta dirección en Europa.

Y, entonces, por qué tanta rabia, por qué hablar de veneno. Primero, porque hay que mirar, pensar y actuar de manera global. Segundo, porque aterrizando en terreno patrio, todos esos avances no eximen de otra gran vergüenza: los crímenes machistas. Ni las consejeras, ni las directivas, ni las olímpicas…, nada puede limpiar la mancha de los asesinatos de mujeres perpetrados por sus parejas o exparejas.

Cuando el fin de semana pasado se daban las cifras de cinco crímenes machistas en 48 horas y, como explicación al horror, se decía en los informativos y en todas las comunicaciones que el verano y la cercanía del maltratador agravaban el problema se me abrían las carnes. Cuando alguien contaba también en un informativo que uno de los asesinos detenido había dado positivo en drogas y alcohol me indignaba; la coletilla, pensaba, sobraba…, a un adicto así nunca le da por entrarle a golpes hasta la muerte al vecino o al amigo.

Desde que comenzó este 2024 han asesinado a una mujer cada tres días, según estadísticas, 26, sí, 26, 1.270 desde que en 2003 se empezaron a contabilizar estos crímenes. Y claro que me produce rabia. Mucha rabia. A mí, y a una parte importante de la sociedad, aunque tengo la sensación de que a esta guerra también se le presta cada vez menos atención mediática. Y es que nos quedan pocas cosas por decir. Solo nos quedan muchas cosas por oír, que son las historias de estas mujeres, y también las de sus hijos, algunos también asesinados, víctimas de la violencia vicaria, otros con las vidas sesgadas, huérfanos.

Las vidas de Amal, Petra, Laura, María Angustias, Rosa, Juliana… Asesinadas con 29,31, 32, 58, 70 años… Matadas por hombres con una mirada intoxicada, la de la posesión. Ese es el veneno para el que solo existe un antídoto: la libertad. Solo desearía que todas las mujeres gozásemos de ella, que aprendiéramos desde niñas su gran valor, ese que nos distancia de caer en las garras de maltratadores, incluso de los que no matan, pero destruyen psicológicamente y con parecidos parámetros.

Todo esto sin poner la carga en la víctima, que bastante tiene como para victimizarla doblemente. La sociedad en su conjunto debe reconocer esta enfermedad para encontrar la medicina. Se llama educación. Por supuesto. Se llama valores. Se llama libertad. Y mientras sigan existiendo voces que pongan en duda que la violencia de género es un hecho, estaremos lejos. Mientras se siga sexualizando a las niñas y no se tomen medidas contra el uso de porno por parte de una gran parte de población infantil, preadolescente y adolescente, la visión posesiva del hombre -por no profundizar- seguirá haciendo estragos. Mientras sigamos mirando para otro lado, alguien seguirá dando estacazos.