A Andrés se le arremolinan los pensamientos cuando se echa a dormir, tendido en el suelo de la madrileña iglesia de San Antón. Añora su Costa Rica natal y piensa en cómo podría ganar el dinero suficiente para comprar el billete de vuelta a su país. "El boleto cuesta unos 800 o 1.000 euros", comenta este hombre de 34 años. Sonríe, se quita el gorro polar y señala con orgullo el título que le acredita como licenciado en Biología: "Pero no pierdo la esperanza en encontrar un trabajo y regresar".
La alcaldesa de Madrid, Manuela Carmena, probablemente nunca haya oído el nombre de Andrés Enrique Sáenz Benavides. Tampoco sabrá que este costarricense llegó a España el 26 de octubre, dejando atrás algunos problemas familiares y económicos, acompañado de un amigo: "Gasté mucho dinero en los boletos de los dos y traje los ahorros que tenía", recuerda Andrés, que quería conocer Madrid y tantear el terreno en materia laboral.
"Pero mi amigo me engañó, cogió todo lo que tenía y me dejo tirado", señala el hombre, sentado en uno de los bancos de la iglesia de San Antón. "¿Y por qué no llama a su familia o amigos pidiendo ayuda?", le preguntan. El costarricense baja la mirada y reconoce la vergüenza que sentiría contando su historia y cómo ha pasado los dos últimos meses durmiendo en la calle. "Además, pedir ayuda es fácil cuando tienes a la otra persona al lado, pero por teléfono... -lamenta-. Tengo el boleto de vuelta para abril y todos los papeles en regla, pero en esta situación me gustaría volver lo antes posible".
"Sin techo", no; mejor "transeúnte"
En la iglesia de San Antón no gusta el término "sin techo": prefieren hablar de "transeúntes". En las huchas de donativos se leen mensajes como "Deja lo que puedas, coge lo que necesites"; también se ofrece café caliente, comida, enchufes para cargar los móviles, WiFi gratis y ropa. Un muchacho que apenas alcanza la veintena entra en el templo y pide una bufanda. Encuentra una, pide permiso y se la lleva al cuello. "¡Pero no cojas esa, que es de niño!", le dice riéndose un voluntario. "¿Y qué es lo que soy yo?", responde el muchacho en el mismo tono antes de marcharse. Los turistas entran curiosos y se encuentran con un nacimiento en el que, en vez de niño Jesús, hay una figura de Aylan Kurdi, el niño sirio que murió en costas griegas y cuya imagen dio la vuelta al mundo.
Por las noches, los bancos de la iglesias se mueven para dejar espacio a cuarenta personas que no tienen donde pernoctar. Una de ellas es Andrés, que se funde en agradecimientos hacia el padre Ángel, párroco del templo y fundador de Mensajeros de la Paz, la asociación que gestiona toda esta actividad. "Le tengo mucho respeto, le veo como una autoridad, entendida en el mejor sentido de la palabra", define el costarricense al sacerdote. "Oí hablar de este lugar cuando pasaba la noche en un McDonalds y desde entonces vengo aquí a dormir", detalla.
Le cuesta mantener la entereza cuando narra cómo ha sido su vida en estos dos últimos meses, pero Andrés mantiene la sonrisa y reflexiona: "Soy un hombre de fe -afirma-, pero me ha tenido que pasar esto para que me dé cuenta de muchas cosas, para sentir de verdad mis creencias". Señala con la cabeza la cruz que preside la iglesia y exclama: "¡Quién sabe si Dios me ha empujado a esta situación para acercarme más a él!". Y ríe a carcajadas.
Marisco y paletilla de cordero
El padre Ángel es quien ha gestionado, a través de Mensajeros de Paz, el reparto de los 300 tickets que deben presentar las personas que cenen en el Palacio de Cibeles en la noche del 24 de diciembre. "Agradezco mucho el gesto. Es una noche muy especial y que nos cuiden nos da mucho calor", asegura el costarricense. Se frota la tripa y dice: "Además, estoy harto de bocadillos. ¡Es lo único que comía antes de llegar a esta iglesia! Ese día creo que nos van a preparar un menú especial".
El menú al que Andrés se refiere, aunque él todavía no lo sepa, contiene marisco, sopa, paletilla de cordero lechal -o dorada al horno- y dulces. En la invitación se ruega a los comensales que lleguen un cuarto de hora antes de que empiece la cena, a las 19:45. "Nos sorprende la cantidad de gente que viene pidiéndonos colaborar esa noche como voluntario, sirviendo los platos o la comida", apunta abrumado un sacerdote vestido con un peto azul. En él se puede leer las palabras "Mensajero de la Paz". Es difícil conversar con él: continuamente llega gente dispuesta a entregar ropa o alimentos, o personas que los piden. Sonríe con los ojos y siempre agradece: "¿Quiere un café?".
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