Tocar a la infanta Cristina era equivalente a hacerlo con el trigémino del Sistema de poder en España. Aquella terminación nerviosa que si se daña, dicen los médicos, provoca el “el peor de los dolores conocidos” por el ser humano. Iñaki Urdangarin quedó pronto amortizado a finales de 2011 y cada correo electrónico que fue aflorando su ex socio Diego Torres durante los meses siguientes, en los que se revelaba el verdadero rostro del yerno perfecto a la par que “duque em-palma-do”, se convertía en un nuevo clavo en el ataúd de su maltrecha imagen.

De la letanía de la “presunción de inocencia” y la “prescripción” de los supuestos delitos del entonces duque de Palma repetida a coro por un nutrido grupo de tertulianos ávidos de quedar bien con la Jefatura del Estado y el poderoso de turno, se pasó a crucificar a Urdangarin y a presentar a su esposa como la injusta víctima de un desaprensivo.

Las dos imágenes que quedaron grabadas en la conciencia colectiva durante aquellos días fueron la de la soledad del duque de Palma hablando en penumbra en el jardín de su residencia americana para evitar que le escucharan sus hijos, que fue portada de El Mundo, y la desesperada huida de Urdangarin corriendo despavorido que captó Paloma García Pelayo para Telecinco en la entrada de unos cines de Washington cuando intentó arrancarle sus primeras declaraciones.

Portada de El Mundo del 10 de diciembre de 2011.

Nunca se hubiera llegado a este punto sin la tenacidad y determinación del fiscal Pedro Horrach, que lideró la investigación, aguantó las presiones, repasó factura por factura, comunicó a sus superiores su decisión de priorizar este asunto responsabilizándose personalmente del resultado final de las pesquisas –el fiscal general Eduardo Torres-Dulce le trasladó que tenía su confianza absoluta y que no le daría ninguna indicación sobre el rumbo que debían seguir sus averiguaciones- y se bajó al barro en solitario a lidiar con cientos de testigos para averiguar qué ocurrió exactamente.

La ‘Operación Cortafuegos’

El duque de Palma era un hombre solo que había emprendido su última escapada. Pero doña Cristina no. Ella era la hija de don Juan Carlos, la hermana de Felipe VI, la mujer que ocupa la sexta posición en la sucesión al trono de España, la médula espinal de la Corona. Si las llamaradas del incendio del caso Nóos traspasaban los hasta ahora inexpugnables muros del Palacio de la Zarzuela, el daño sería irreparable, pensaron en la institución y en sus terminales políticos, mediáticos y judiciales.

Por lo tanto, todos los esfuerzos del aparato del Estado debían concentrarse en salvar de la hoguera a Cristina, que, contra todo pronóstico, se negó a ser rescatada. Rechazó la propuesta del ex jefe de la Casa Real Fernando Almansa, es decir, de su propio padre, de divorciarse de su marido y de renunciar a los derechos dinásticos. Cerró filas en torno a su esposo.

No sé si será una característica habitual en otras personas, pero a lo largo de mi vida, cuando he recibido una noticia que me ha impactado o he pasado por una experiencia emocionante o traumática se me ha quedado grabada en la mente una imagen asociada a cada una de estas vivencias. Una especie de fotograma impreso en mi mente como una diapositiva que acompaña a cada recuerdo especial y que coincide con la estampa que en ese momento tenía delante.

Asocio mi aprobado en la Selectividad con la playa de La Magdalena en Santander bajo la lluvia; mi imputación por desvelar el caso Pujol con una tenebrosa Ría de Vigo, donde precisamente estaba presentando mi primer libro sobre este caso; y la de la infanta Cristina con una preciosa vista de la bahía de Palma con la catedral iluminada y el mar en calma. Con esa postal de fondo, tras una agradable cena a base de pa amb oli con jamón y queso menorquín recibimos Eduardo Inda y yo la inesperada noticia, durante la primavera de 2013, de que el juez José Castro había tomado la decisión irrevocable de citar como imputada a la hija del Rey. Preguntamos a nuestro interlocutor si había posibilidad de que el magistrado cambiara de opinión y nos respondió tajante que la determinación estaba tomada y que era sólo cuestión de semanas.

De confirmarse, aquello suponía un salto cualitativo muy importante en el procedimiento y un respaldo sin precedentes a nuestras revelaciones. Hasta ese momento se había articulado un gabinete de control de daños en el que había participado el propio magistrado en primera instancia y en el que se había consensuado que doña Cristina no debía declarar porque no existían indicios suficientes de que hubiera participado en las actividades delictivas de su marido.

El ‘escudo fiscal’

Desde las páginas de El Mundo siempre defendimos en solitario que en este asunto era prácticamente imposible separar el grano de la paja ya que los propios duques de Palma habían configurado una telaraña empresarial en la que, deliberadamente, aparecía por delante el nombre de la hija del Rey en todas y cada una de las fases del proceso.

Cristina estaba en la Ejecutiva del Instituto Nóos como vocal; figuraba en los folletos promocionales como infalible gancho comercial; había participado personalmente con su padre en la captación de grandes clientes; era socia en la sociedad instrumental Aizoon a la que se desviaron los fondos públicos con facturas falsas; y se había gastado ella misma el dinero distraído en pagar clases de baile, los cumpleaños de sus hijos o las reformas de su casa de Pedralbes.

Para ser una mujer que no sabía lo que hacía, aparecía por doquier y en algunos de los estadios, como en el de la sociedad familiar, con cierto exhibicionismo. El notario que participó en las operaciones del matrimonio, Carlos Masiá, lo relató en sede judicial y nos lo confesó poco antes a Inda y a mí en un encuentro en Barcelona.

La presencia de doña Cristina no era casual ni fruto de ninguna torpeza. Se trataba, y así lo definió Miguel Michi Tejeiro, cuñado de Diego Torres y responsable del papeleo de Nóos, de “nuestro escudo fiscal”. ¿Qué mejor manera habría de neutralizar una posible inspección de Hacienda que poniendo por delante en una sociedad el DNI 14-Z?

El juez Castro y el fiscal Pedro Horrach rechazaron la primera petición de imputación de Cristina solicitada por Manos Limpias y parecieron dejar acotado el terreno a la figura de Urdangarin y de su ex socio Diego Torres. Pero la realidad de los hechos era tozuda y las pruebas no paraban de manar a borbotones.

Federico y el símil de ‘Bonnie and Clyde’

Seguimos erre que erre aportando nuevos documentos. “Os estáis obsesionando con este tema y la gente ya está harta”, nos intentaban disuadir algunos. “Sólo le falta a España que abráis una crisis de este calibre en la Jefatura del Estado”, nos precisaban otros. Y había quien, con mucho más gracejo, como el ex vicepresidente de la Comunidad de Madrid Francisco Granados, nos resumía que “se lo estábamos poniendo muy difícil a los monárquicos”.

También hubo llamadas de aliento por parte de José María García que nunca olvidaré y el apoyo convencido, diario y desinteresado de Federico Jiménez Losantos, que seguía derribando con su lucidez matinal todos los diques de contención aplicando el sentido común. “Si una pareja va y roba un banco, ¿por qué va a ser culpable él y ella se va a ir de rositas? Es como si se detiene a Clyde y se deja marchar a Bonnie”. Pues eso.

El caso es que sobre la mesa pusimos una fotografía de la infanta Cristina con sus hijos en la cabalgata de Reyes de Alcalá de Henares mientras su empresa Aizoon negociaba con el Consistorio la venta de unos informes repletos de lugares comunes y, lo que resultó todavía más impactante, un contrato de autoalquiler de su palacete de Pedralbes concebido para engañar a Hacienda y pagar menos impuestos. Escondido en un recóndito rincón de la actuación inspectora de la Agencia Tributaria al que nunca hubiera podido llegar sin un guía cualificado, yacía olvidado un documento en el que doña Cristina figuraba como “arrendataria” y “arrendadora” de la casa del matrimonio. Simulando así a ojos del fisco que su domicilio hacía en realidad las veces de oficinas de su empresa Aizoon, que ni tenía actividad real alguna ni infraestructura capaz de prestar un solo servicio cualificado.

Tan llamativo resultaba aquel descubrimiento que Pedro J., cada vez más sorprendido del vuelo que adquiría el asunto y decidido a llegar hasta el final, nos pidió reservarlo para el lanzamiento de El Mundo de la tarde, la edición vespertina que durante un tiempo se puso en marcha. El titular volvía a ser profético: “La Infanta, al borde de la imputación por el autoalquiler de su palacete”. Bien es verdad que jugábamos con ventaja al saber lo que ocurriría poco después pero, por si acaso, no se lo desvelamos hasta que no nos cercioramos de que la decisión no tenía ya vuelta de hoja. “A ver si se le escapa sin querer y la jodemos”, barruntamos.

-“¡Qué interesante se pone esto!”, recuerdo que nos dijo después de ver el contrato de autoalquiler sobre la mesa de juntas del periódico.

-“¡Y más que se va a poner!”, le contestamos enigmáticos. Captó de inmediato el mensaje y no hizo falta entrar en más detalles.

Pero todavía hubo una nueva revelación que supuso el empujón definitivo que precipitó a Cristina de Borbón al barranco de su citación como imputada y, posteriormente, al banquillo de los acusados de la Audiencia de Palma. Se había urdido una trampa con una finezza insólita desde el corazón de la Administración del Estado para librar a Doña Cristina del abismo de su implicación penal.

Las facturas falsas deducibles y el boleto de lotería

La Agencia Tributaria había dado por buenas tres facturas falsas de su sociedad Aizoon, curiosamente las tres mediante las que la cuota defraudada rebasaba el límite de los 120.000 euros, para librarla de un delito contra la Hacienda pública. Nunca antes las asociaciones de técnicos de Hacienda se habían levantado públicamente en contra de una interpretación técnica y lo hicieron al unísono al comprobar el burdo truco en las páginas de El Mundo.

Todavía salió algún periodista de la competencia con una doble página defendiendo la deducibilidad de los recibos y se intentó provocar con la misma intención espuria revestida de reportaje de investigación periodística la recusación del juez Castro por haber cometido el imperdonable delito de haberse tomado un café con la abogada de Manos Limpias Virginia López Negrete.

Pero el colmo de la desfachatez y el mal gusto en el marco de esta operación de salvamento todavía estaba por llegar y se alcanzó cuando, tras la publicación de esta información, supimos que los inspectores que elaboraron ese informe buscaron y compraron por Internet el número de lotería que se correspondía con el importe total de aquellas tres facturas falsas de toda falsedad que habían decidido considerar auténticas.

Nuestros pronósticos se cumplieron y la imputación se produjo. Se abrió una guerra fratricida entre el juez y el fiscal que traspasó la barrera de lo personal y se recrudeció la Operación Cortafuegos, que tal y como desvelaron a Inda, tuvo como episodio central una reunión en la Zarzuela a la que asistieron el presidente del Gobierno, el ministro de Justicia, el fiscal general del Estado, el rey don Juan Carlos y el jefe de la Casa y que, a día de hoy, sigue sin ser desmentida.

Así, hasta que llegó el día D. Viajé a Palma con Ana Romero, angustiada porque no se fiaba de que yo fuera a ser capaz de conseguirle una acreditación para el evento fuera del plazo establecido, y enfilamos desde nuestro hotel en la Plaza de España, los juzgados de Vía Alemania. Se prohibieron las imágenes de la declaración y las medidas de seguridad adoptadas no las recordaba Romero ni en su época de corresponsal internacional. Había francotiradores en los tejados, tanquetas de la Policía Nacional, agentes secretos y helicópteros sobrevolando la zona. Nos aproximamos al primer control de acceso y Romero lanzó un suspiro: “Bueno, pues nada, Esteban, ya estamos en Check Point Charlie”.

‘Matar al Padrino’

Sorteamos hasta tres cacheos policiales y llegamos a la rampa de los juzgados, el humilladero, junto al que se arremolinaban periodistas de medio mundo. Poco nos importaba el contenido de la declaración, que se solventó con evasivas, sino obtener el trofeo periodístico más ansiado de aquella jornada, en la que los informadores nos abalanzábamos como hienas sobre los letrados en los recesos para arrancar alguna frase que colgar en la web. Llegar a la Infanta era, como dijo Manuel Jabois, que también nos acompañó en aquel evento histórico, como “matar al Padrino”. Pero es que, sacarle una foto –el juez prohibió expresamente la grabación de su declaración-, era poco menos que llevarse el cadáver de don Vito Corleone sorteando su infranqueable cinturón de seguridad.

El caso es que la portada del día siguiente la ilustramos con una imagen en exclusiva de la infanta Cristina declarando ante el juez Castro que desató todos los infiernos que no consiguieron desatar las tropelías del matrimonio Urdangarin-Borbón. La competencia nos acusó sin pruebas de haber cometido un delito al obtenerla y hasta de pagar en negro a algún infiltrado. La Policía, que hizo el mayor de los ridículos al fallar en su gran día, detuvo poco después, también sin una sola prueba, a un abogado que pasaba por allí y que convirtió –sigue siéndolo- en el único detenido en todo el caso Urdangarin.

Portada de El Mundo del 9 de febrero de 2014.

Recuerdo la adrenalina del cierre, la indescriptible sensación de felicidad del documento exclusivo, la alegría que se llevó Casimiro García-Abadillo, recién nombrado director de El Mundo, los ojos abiertos de par en par de Fernando Quintela, los gestos de complicidad con Inda cuando nos cercioramos de que estaba todo listo, el bocata que me comí en un bar de mala muerte con Eduardo Colom en el centro de Palma y que me supo a gloria, lo que le gustan estas gamberradas a mi amiga Emilia Landaluce, y un SMS que quise escribir de madrugada antes de irme a dormir en la soledad de mi habitación de hotel.

Avancé a Pedro J., todavía zarandeado por su destitución como director del periódico, que al día siguiente sacaríamos un importe ‘scoop’. Con cierto sentimiento de culpa por haberle metido en este monumental lío de la Corona, le dije que iba por él, por todo lo que nos había apoyado en este asunto. Me llegó un mensaje de respuesta al poco tiempo a pesar de lo intempestivo de la hora: “The show must go on”.

Y me acosté. Con la portada descargada en Orbyt, la impagable sensación del deber cumplido y la certeza reconfortante de que, algunas veces, en esta profesión los sueños se hacen realidad.

ASÍ DESCUBRIMOS EL ‘CASO URDANGARIN’ (I)

ASÍ DESCUBRIMOS EL ‘CASO URDANGARIN’ (II)

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