Sánchez y Feijóo, junto a los exlíderes de su partido.

Sánchez y Feijóo, junto a los exlíderes de su partido. Diseño: Arte EE

Política EL VERANO PELIGROSO (V)

La telenovela de los antepasados: la relación con sus expresidentes define a Sánchez y Feijóo

Seguimos a los candidatos en campaña con el libro de Hemingway que narró el antagonismo Dominguín-Ordóñez como telón de fondo.

9 julio, 2023 03:22

La manera en que viven y mueren nuestros antepasados nos condiciona. Sus guerras, sus anhelos, sus fracasos, sus inquietudes. Hemingway lo llevaba todo al extremo. También su propia biografía. Su padre se suicidó, él se suicidó. Lo enterraron, por cierto, un 7 de julio, San Fermín. Los dos líderes políticos que protagonizan esta historia quedaron marcados por la vida y la muerte de sus ídolos.

Pedro Sánchez se afilió al PSOE en 1993, cuando aquel partido enfangado en corrupción ganó las elecciones contra pronóstico. El joven Sánchez, estudiante de Económicas, vinculaba sus ilusiones a un candidato resiliente: un Felipe González que se levantaba para vencer a las encuestas, a un clima mediático asfixiante y a una oposición en tromba.

Alberto Núñez Feijóo comenzó a coquetear con la vida de partido en calidad de independiente. De tecnócrata. Asumió con treinta años cargos discretos en el gobierno de Manuel Fraga. Para él, como para casi toda España entonces, era “don Manuel”. El orondo gallego simbolizaba ese conservadurismo comodón que tan bien casa con la personalidad del ahora presidente del PP: sin cambios, sin medidas imaginativas, con mayorías absolutas. Eso sí, Feijóo no exhibe, ni en público ni en privado, los ataques de cólera de su maestro.

La relación de un candidato con sus antepasados es el mejor termómetro para medir la estabilidad de un partido. Cuando estalló la batalla felipistas-guerristas, el PSOE empezó a languidecer. Cuando Aznar y Rajoy partieron peras, lo mismo.

El poder suele ser el mejor pegamento. Los jarrones chinos acostumbran a no estorbar cuando la presidencia del Gobierno está en manos de sus sucesores. Sin embargo, como en tantas otras cosas, esta es la era de la paradoja. El poderoso PSOE afronta una ruptura y el aspirante PP refleja la unidad de una roca.

Cesarismo

El sistema de primarias –imperante tanto en el PSOE como en el PP– arroja organizaciones cesaristas y verticales. El otro día me decía Virgilio Zapatero, mano derecha de Felipe González, que “la gente” de la organización se ha convertido en “mero atrezo” de sus jefes.

El que gana diseña el partido a su antojo y lo fumiga de discordantes. Esa es otra paradoja interesante: el método de elección más democrático –las primarias– fabrica los partidos más antidemocráticos. Recuerdo todavía con asombro el día en que conocí a otro socialista, Pablo Castellano.

Aquel hombre, que fumaba en pipa con estilo hollywoodiense, era una pesadilla para los suyos. Encabezaba una corriente llamada Izquierda Socialista y cada dos por tres montaba un incendio en la organización. Tenía una colección de bastones colgada en las paredes de su casa. Eran el reflejo de los bastonazos que asumía aquel PSOE supuestamente blindado en el liderazgo invencible de González. Ni el brazo del Guerra más férreo podía sujetar a Castellano. Hoy los comités, ¡viva las primarias!, son balsas de aceite.

Cada vez son más los actos de partido que nos arrastran a situaciones risibles. Sánchez, en el arranque de esta campaña, se ha convertido en presentador de un programa televisivo sobre los logros de su gobierno que se desarrolla en Ferraz y tiene como entrevistados a sus ministros. De público, distinguidos socialistas y militantes.

Lo hace con desparpajo, imitando a esos presentadores de la “caverna ultraconservadora” que tanto critica. Sánchez, como Dominguín, su alter ego en este serial, se muestra muy seguro ante las cámaras. Tan seguro como aquellos días en que Luis Miguel, delante de todo el mundo, le decía a Picasso: “Pablito, no hables de toros delante de mí porque no tienes ni puta idea”.

La personalidad de Dominguín queda quirúrgicamente ilustrada en un libro de Paco Aguado, Historias del toreo que nunca te contaron (El Paseo editorial, 2022). Si ya hay que tener cuidado con las preguntas cuando se trabaja en eso, todavía hay que tenerlo más cuando se juega a ser periodista. Dominguín quiso ser el más osado ante Benavente y le dijo aquello a lo que nadie se atrevía: “Don Jacinto, ¿cómo fue que se hizo usted mariquita?”. Pero don Jacinto era mucho don Jacinto: “Pues como tú, hijo, preguntando”.

Me pareció tan surrealista el estreno del Sánchez presentador que quise verlo de cerca. Pedí una acreditación al PSOE, pero me la denegaron. Me dijeron que sólo se retransmite “después en YouTube”. ¡Y yo que estaba dispuesto, con tal de escribir, a aplaudir al presidente-presentador! En tiempos de Hemingway, a los chavales se les dejaba entrar gratis a las obras de teatro y a los conciertos con tal de que aplaudieran a rabiar. Lo habría hecho con gusto a cambio de la crónica.

En la derecha no hay tradición asamblearia. Suele recordarle el PSOE al PP que Alianza Popular –su embrión– fue fundado por exministros de Franco. Eso, hoy día, tiene pocas consecuencias prácticas, pero sí influye en esto que estamos comentando. Los dirigentes de la naciente derecha democrática no habían vivido jamás en un partido y no estaban acostumbrados a discutir.

Hace no mucho, reuní a los ministros vivos de la UCD en la cripta del Café Gijón. Algunos de ellos pertenecieron al régimen. Cuando les tocó el turno de discutir, las siglas se fueron al garete. No sabían hacerlo. No encontraban ese equilibrio tan delicado que requiere la puñalada interna: matar al individuo sin matar a la organización. Uno de ellos me confesó: “¡Nosotros nos matábamos, pero sin insultarnos!”.

Todo esto anida de alguna manera en Pedro Sánchez y Alberto Núñez Feijóo. Es su memoria histórica y la han ido heredando. Los cambios generacionales en el PSOE se han dado con más virulencia que en el PP. Aunque desde que se implantaron las primarias en Génova, la derecha también ha viajado hacia el cesarismo y lo risible.

Si escribía del Sánchez presentador, me gustaría mencionar ahora el “verano azul” del PP. Con la idea genial de que el presidente del Gobierno “haga las maletas”, algún cerebro genovés ha elegido la mítica serie como reclamo de campaña. Puestos a elegir ese camino, ¿por qué no ir a una playa de verdad? Nada de eso.

El PP envió a su portavoz de campaña, Borja Sémper, a un campo de vóley en Madrid. Lo descalzaron, lo disfrazaron como un cantante de bachata y lo rodearon de sombrillas azules. Una acción de campaña así sólo puede prosperar en una estructura donde no hay demasiada contestación interna. Pudo haber sido peor. Si se hubiese tratado del PSOE de Sánchez, quizá se hubiese inundado el campo de vóley de militantes del PP tomando el sol.

Los abuelos

Voy ahora con los abuelos de Sánchez y Feijóo. Los abuelos, para quienes los hemos conocido, son casi tan importantes como nuestros padres. Nos han permitido vivir épocas lejanas, nos han enseñado lo mejor –en algunos casos lo peor– de un tiempo y en sus silencios hemos comprendido algunos misterios de la existencia.

El abuelo de Sánchez es Felipe González. Y su padre, Zapatero. El abuelo de Feijóo sería Fraga, aunque, como manda el presente, el abuelo en ese caso hizo de padre. Aznar sería ese padre lejano, severo, que no ha coincidido mucho con su primogénito.

Empiezo en orden cronológico. Felipe González empezó a brillar en la Universidad de Sevilla como orador. Llegó al PSOE desde ese humanismo cristiano contestatario al régimen. Él ponía el verbo –el “por consiguiente”– y Alfonso Guerra lo ponía todo perdido de ideas y versos.

Felipe y Alfonso se hicieron con lo que entonces se llamaba “el PSOE del interior”. Una fuerza opositora menor en comparación con el Partido Comunista. En “el exterior” estaban los dirigentes exiliados, aquellos que sí habían vivido la guerra. Capitaneaba el PSOE Rodolfo Llopis.

Felipe iba y venía a Francia con el coche. Los relevos generacionales, en política, casi siempre requieren de la traición. Y Felipe traicionó al viejo Llopis. Alejó al PSOE de la república y del marxismo. De hecho, cuando a Sánchez le salían los dientes, el que sería su partido ya era monárquico y rojigualdo.

[La foto rota de Alfonso y Felipe]

Sánchez tiene derecho a traicionar a González como González traicionó a Llopis. El problema –me explicaba con paciencia el otro día Virgilio Zapatero– anida en la virtud de la traición. Este nuevo PSOE, a través de sus pactos y sus alianzas, ha dejado de ser un partido de mayorías. No aspira siquiera a ganar las elecciones.

Los viejos socialistas de hoy, igual que los viejos socialistas de entonces, se reúnen para que les saquen en los periódicos y fustigar al nuevo secretario general. Esa oposición ha ganado enteros con la reconciliación de Felipe y Alfonso. En los últimos días, el equipo de Sánchez ha reaccionado reuniendo las firmas de ministros de entonces en favor del presidente. No son pocos ni malos los reclutados: hay gente de nivel. Carlos Solchaga, Joaquín Almunia, Josep Borrell, José María Maravall… Pero Felipe es Felipe y los felipistas lo saben. No hay nada ni nadie que lo eclipse.

La aparición de Felipe

Felipe González Márquez no va a participar en ningún acto de campaña con Pedro Sánchez. Pero la negativa va más allá. El otro día lideró una mesa redonda sobre pactos y recordó la versión del González más interesante: el joven que acordó la Transición. Consciente del impacto que tendrían sus palabras, apostó por el gobierno de la lista más votada siempre y cuando no haya una alternativa enfrente.

Eso, traducido a través de las encuestas, significa que el PSOE debe habilitar un gobierno de Feijóo en solitario con tal de apartar a la extrema derecha y voxeadora del Consejo de Ministros.

Óscar Puente, un dirigente muy cercano a Sánchez, me dijo una vez en su despacho de la alcaldía de Valladolid que Felipe y Alfonso ya no pintan nada en el PSOE. Tenía razón a medias. Está claro que no pintan en la organización, pero sí entre los votantes potenciales de la izquierda. Porque España es un país inundado de jubilados.

La oposición de Felipe a Sánchez sólo se entiende de manera completa si se añade este otro factor: su complicidad –no me atrevería a llamarlo “amistad”– con Feijóo. El expresidente socialista invitó al entonces presidente de Galicia a su pódcast. Y según asegura José Antonio Zarzalejos, también lo invitó a su finca campestre. Compartieron juntos, y con sus parejas, el fin de semana.

La guerra generacional en el PSOE ha alcanzado un nivel estupendo desde el punto de vista periodístico. Nada nos da más juego que una batalla interna. Me llama la atención el silencio de Sánchez. Su capacidad de contención. Coz tras coz, parecería lógico que respondiera: “¿Quiénes sois vosotros para dar lecciones? Tuvisteis tropecientos casos de corrupción y practicasteis el terrorismo de Estado”. Pero hay cosas que no se les puede decir a los abuelos… por muy cabreado que se esté con ellos.

La bronca de Luis Miguel Dominguín con el abuelo Hemingway vino por ahí. Presumía el Nobel de saber un huevo de toros y de dar consejos a los matadores. Estando Luis Miguel en Finca Vigía –la casa a las afueras de La Habana propiedad del escritor–, le preguntaron los periodistas si era verdad que se dejaba aconsejar por Ernesto. Respondió: “A estas alturas, a mí nadie me da consejos sobre toros”. A partir de ahí, en aquel verano peligroso, Hemingway estuvo del lado de Ordóñez.

La relación de Sánchez con Zapatero, con su padre, es maravillosa. Zapatero parece de esos padres que sí cree que se puede ser amigo del hijo. Está volcado con la campaña. Quita hierro a las alianzas con los independentistas, saca lustre a la gestión económica del Gobierno y reparte a diestro y siniestro contra las derechas. Parecen un tique electoral Sánchez y Zapatero, como si se presentaran juntos.

Igual que González, Zapatero apoyó al resto del establishment cuando Sánchez asomó la cabeza como líder del PSOE. Quisieron que ganara Susana Díaz, que defendía un PSOE clásico. Pero triunfó la revolución. Y Zapatero siempre acaba apoyando la revolución.

Don José Luis es un activo electoral muy interesante. Lo conocí de cerca el pasado verano en Santander. En la península de La Magdalena. Yo pensaba que lo del “talante” era una chorrada de campaña, pero resultó una verdad como un templo. Don José Luis es un presidente que no parece haber sido presidente. Es accesible, simpaticón. Escucha, tolera la disidencia. Es más, diría que le aburre la charla con los concordantes.

Hubo varios corrillos aquel día en La Magdalena. Zapatero apenas estuvo con los cargos socialistas que fueron a rendirle pleitesía. Prefirió recordar viejos tiempos con Rajoy y bromear con Revilla.

Esta habilidad lo convierte en un entrevistado difícil. Es jodido repreguntar y apretar las tuercas a quien no se muestra amable, sino que es amable. Fue don José Luis el otro día a la Cope y parecía que estaba en Ferraz. Le dio una conferencia a Carlos Herrera.

Un PP hoy aburrido

En el PP, los antepasados son mucho más aburridos. En tiempo de Pablo Casado, el partido alcanzó una situación tan catatónica que, llegado Feijóo, los expresidentes decidieron sumar. Cada uno a su manera, cada uno con su carácter.

Orgánicamente, Feijóo tiene más que ver con Aznar. Romay Beccaría había metido al ahora candidato en su consejería autonómica de salud. Aznar fichó a Romay como ministro de Sanidad y Romay se llevó con él a Feijóo. Luego, el líder del PP pasó por el Insalud y por Correos.

Sin embargo, Feijóo no tuvo en aquel tiempo la relevancia suficiente como para trenzar una relación de confianza con Aznar. Además, son radicalmente distintos. Aznar es un político, un hombre obsesionado con el poder de las ideas. Feijóo es un tecnócrata, un hombre obsesionado con el peligro de las ideas.

De Fraga, Feijóo pasó a Rajoy. Un político con el que tampoco coincidió en los despachos, pero sí en su manera de ser. Ya dije en estas crónicas que muchos dentro del PP confunden sus nombres. Esa capacidad de lapsus, esa manera conservadora de afrontar los problemas…

Al contrario que en el PSOE, los dos expresidentes populares se hallan volcados con su heredero. Aznar, de una manera absoluta. No para con el Instagram. Además, tiene programada una agenda frenética de campaña.

Rajoy va a su ritmo. El otro día pasó por la Cope y era como si la política no fuese con él. Dijo que quería que ganase Feijóo, habló muy bien de él, pero más allá de hablar del “gobierno Frankenstein”, no quiso “meterse en líos”. Fue mucho más vehemente cuando le recordó a su entrevistador que le había fastidiado la caminata mañanera.

González y Zapatero llevan mucho tiempo sin posar en público. No está previsto que lo hagan. Aznar y Rajoy, ¡que tan mal acabaron!, ya han resuelto sus problemas. Aquel día de La Magdalena, en Santander, los vi a lo lejos, en la balconada, compartiendo confidencias. Era la imagen íntima de una reconciliación.

Los versos de León Felipe se han demostrado válidos para describir la vida de un partido político con éxito electoral: “Voy con las riendas tensas y refrenando el vuelo porque no es lo que importa llegar solo ni pronto, sino llegar con todos y a tiempo”. A Feijóo seguro que le gusta este verso del caminante, pero Sánchez se hizo un puro con él en aquellas primarias. Voló. Llegó pronto. Y solo.