La empresa responsable y comprometida toma impulso
Las dos primeras décadas del milenio demostraron que era posible un crecimiento sostenido.
En el año 2000 los principales titulares de los diarios económicos más prestigiosos escribían que "el problema moral, político y económico más urgente de nuestro tiempo es la pobreza del tercer mundo". En ese momento, el 28% de la población mundial vivía en la pobreza extrema, es decir, con ingresos de 1,90 dólares al día o menos. Casi mil millones de esos 1.700 millones de personas vivían en India y China. Solo un año después, Jim O’Neill, entonces economista jefe de Goldman Sachs agrupó a esos dos países, junto con Brasil y Rusia, en uno de los acrónimos definitorios de la década de 2000: los BRIC.
Aunque en ese momento el cuarteto representaba solo el 8% de la producción económica mundial, O'Neill argumentó que, dada su población, incluso un crecimiento modesto en su producción por persona aumentaría esa proporción de manera significativa, y que ese crecimiento parecía probable. Se instó a los inversores a tomar nota. En 2003, los investigadores de Goldman Sachs pronosticaban que las economías BRIC tendrían, para 2025, un PIB combinado de al menos la mitad del del G6 (Estados Unidos, Gran Bretaña, Francia, Alemania, Italia y Japón). Para 2040 esperaban que los BRIC hubieran salido adelante. Se avecinaba un mundo completamente diferente, uno en el que las grandes economías emergentes prácticamente habían alcanzado a las economías desarrolladas del Norte en peso económico, sino en términos de ingresos por persona.
Las dos primeras décadas del milenio demostraron que era posible un crecimiento sostenido y de base amplia en las economías en desarrollo, una gran sorpresa para algunos y una bendición para cientos de millones. En ausencia de los impulsos particulares que recibió en la década de 2000, el crecimiento se ha desacelerado y ahora enfrenta tanto el obstáculo de la pandemia como los persistentes vientos en contra de la desigualdad y las brechas que se han alargado tras la pandemia.
El Banco Mundial ya alertó el año pasado sobre el aumento de la tasa de pobreza a nivel mundial en su informe "Pobreza y prosperidad compartida". El mismo documento ponía de relieve que la COVID-19 ha empujado a entre 88 y 115 millones de personas a la pobreza extrema, que ocurre cuando un individuo se ve obligado a vivir con menos de 1,90 dólares al día.
La encuesta de condiciones de vida da un indicador clave, la tasa Arope (que mide el riesgo de pobreza o exclusión social). Esta se ha movido, desde 2013, entre el 23% y el 26,3%, el máximo que marca la encuesta. La tasa Arope se basa en tres componentes, y todos empeoran: la tasa de riesgo de pobreza (el porcentaje de gente que tiene ingresos anuales inferiores al 60% de la mediana de la población); la baja intensidad de trabajo (hogares en los que no se ha trabajado más del 20% del potencial de un año, una situación en la que están casi una de cada diez familias); y la privación material severa (en la que se encuentra el 6,2% de los hogares, que certifican problemas como retrasos en el pago de la vivienda o comida, imposibilidad de ir de vacaciones, no poder tener una dieta equilibrada, no poder tener teléfono, televisión, lavadora, coche o una temperatura adecuada en casa, etc.).
Respecto a la desigualdad, las cifras publicadas el pasado mes de julio por el INE se refieren a 2019, y por tanto no recogen el impacto que ha tenido la pandemia. A fecha de hoy solo existen unas estimaciones preliminares que elaboró el Banco de España y que confirman un fuerte aumento. Según estas, el 10% con mayores rentas pasó, con la primera ola, de ganar cinco veces lo que obtiene el 10% más pobre a ganar unas 18 veces. Y con la recuperación que se vivió en el tercer trimestre del año pasado descendió hasta las ocho veces, todavía unas diferencias muy elevadas. La desigualdad se deja entrever a partir de otros datos que proporciona el INE sobre 2020. El contraste es significativo: al mismo tiempo que uno de cada diez hogares españoles declaró tener muchas dificultades para llegar a fin de mes, un 19,6% de las familias afirmó que podría mantener su mismo nivel de vida durante más de 12 meses solo con sus ahorros. Como muestra el INE, el riesgo de pobreza es mayor en la población con menos estudios y en las familias formadas por un adulto con hijos dependientes. El 49,1% de las personas que vivían en hogares de un adulto con niños a cargo se hallaba en riesgo de pobreza o exclusión social. Al haber menos adultos aportando ingresos, la renta per cápita de la familia disminuye significativamente.
El desempleo es la mayor causa de riesgo de exclusión. Los ocupados presentan lógicamente una tasa de riesgo de pobreza mucho menor que la de los parados: un 15% en comparación con el 54,7%, respectivamente. Y los jubilados tienen un porcentaje de riesgo de exclusión muy similar al de los trabajadores: un 16,7%.
Por su parte la OIT aportaba una nueva evaluación para 2021 sobre la crisis del mercado de trabajo provocada por la pandemia de la COVID-19, Perspectivas Sociales y del Empleo en el Mundo: Tendencias 2021 en la que ponía de manifiesto que dista mucho de haber terminado, y al menos hasta 2023 el crecimiento del empleo no logrará compensar las pérdidas sufridas. En consecuencia, se prevé que en 2022 el número de personas desempleadas en el mundo se sitúe en 205 millones, muy por encima de los 187 millones de 2019. Esta cifra equivale a una tasa de desocupación del 5,7%. Antes del periodo de crisis de la COVID-19, solo se había registrado una tasa similar en 2013.
El informe concluye que la crisis de la COVID-19, ha afectado con más dureza a los trabajadores más vulnerables, de ahí que también haya agravado las desigualdades preexistentes. Dada la falta de protección social generalizada –por ejemplo, la de los 2.000 millones de trabajadores del sector informal– las perturbaciones laborales relacionadas con la pandemia han tenido consecuencias muy significativas para los ingresos y los medios de subsistencias de las familias.
Si observamos el empleo juvenil apreciamos que se redujo en un 8,7% en 2020 con respecto a la reducción del 3,7 % del empleo de adultos; la caída más pronunciada se registró en los países de ingreso mediano. Las consecuencias de este aplazamiento y de la perturbación de la experiencia temprana en el mercado laboral de las personas jóvenes podrían prolongarse durante años.
En un mundo con crecientes dificultades para alcanzar la cohesión social con cuestiones complejas como la desigualdad, las brechas en el empleo, talento y educación o un crecimiento alarmante de las situaciones de pobreza de las familias, es necesario contar con empresas capaces de generar soluciones eficientes, eficaces, escalables y sostenibles que pueden abrir la puerta del cumplimiento de los 17 objetivos de la Agenda 2030, cifrado por los expertos de la Plataforma sobre la Taxonomía Social en 3,3 y 4,5 billones de dólares al año.
La propuesta de valor de las compañías ha cambiado radicalmente. Es imprescindible que la inclusión del compromiso social tome peso en el propósito de la compañía y el foco esté en las personas. Es evidente que las estrategias de la relación de la empresa con la sociedad han experimentado una gran revolución en el último año y medio. Cada vez, resulta más habitual ver el paso hacia la visión global de las corporaciones, la redefinición de colaboración de las industrias en oportunidades de desarrollo global y el nacimiento de alianzas estratégicas con otras organizaciones. Porque las empresas en medio de esta reconstrucción socio-económica buscan crear actuaciones sociales perdurables en el tiempo, eficientes, que multipliquen el impacto y que conviertan el compromiso social empresarial en oportunidades. El propósito corporativo es, sin duda, una herramienta imprescindible para vertebrar y afianzar la narrativa del modelo de negocio en tiempos de incertidumbre. Por otro lado, esto redunda en mayor atracción para los inversores, que muestran un interés creciente en los asuntos ESG y la evaluación de la sostenibilidad y el impacto social de una organización.
La necesidad de contar una Taxonomía social nace a partir de la escasa inclusión de aspectos sociales en la actual Taxonomía financiera, pero también de la necesidad de reforzar la definición y la medición de la inversión social. Tal y como queda reflejado en el borrador, la falta de una definición clara de las características esenciales de las inversiones sociales dificulta su desarrollo y, potencialmente, su contribución a la solución de los problemas sociales. Naturalmente los elementos ESG son componentes estratégicos importantes que impulsan los resultados financieros. La atención y el enfoque en ESG fortalecerán una marca, enriquecerán la cultura organizacional y lo diferenciarán estratégicamente en el mercado que le permitirá atraer y retener talento. Asimismo, mejorará la evaluación de riesgos empresariales, mejorará la reputación y le ayudará a retener clientes. Existen otros impulsores de los criterios ESG, que en algunos casos trabajan para lograr un estándar. Los fondos de recuperación europeos contemplan la necesidad de dar más peso a la S de lo social a través de un plan de acción que abordará la financiación del desarrollo sostenible a través de la taxonomía medioambiental, social y de gobierno. Asimismo, aportarán claridad sobre qué actividades pueden considerarse sostenibles y ayudar a canalizar flujos de capital hacia sectores que puedan necesitar financiación. La taxonomía de la UE se integrará progresivamente en la legislación de la UE para proporcionar una mayor seguridad jurídica e indudablemente la incorporación de los criterios ESG en la estrategia de las compañías facilitará la planificación, la gestión de la sostenibilidad y el acceso a la financiación.
Comprometernos con los retos sociales y ser capaces de poner el foco en las personas como organizaciones no debe ser algo fuera de lo común. Sin embargo, es evidente que en momentos de presión e incertidumbre es habitual pensar en las grandes amenazas y abrazar un modelo empresarial excesivamente cortoplacista.
Ana Sainz Martín, Fundación SERES.