Reconozco sin tapujos que hablar de la guerra y de la invasión de Ucrania por parte de Rusia me genera cierto vértigo, pero al mismo tiempo me resulta imposible abstraerme de la enorme crisis y de la tragedia que, inexorablemente, van a condicionar de una u otra forma a todas las generaciones vivas durante el resto de nuestra existencia.
Debo expresar que tengo más preguntas que respuestas sobre todo lo que acontece; me cuesta ser tan categórico como tanto experto que se jacta de ello en las redes y en sesudos artículos de opinión, pontificando sin cesar sobre todo lo que sucede. Así, después de unos primeros días de intensa actividad fruto de la rabia contenida, apenas he vuelto a expresar opinión alguna sobre la nueva guerra en Europa y me dedico a tratar de entender en silencio lo que está ocurriendo.
Asistimos a la que podríamos denominar primera guerra digital de nuestra era. Y digo bien primera, porque me temo que hemos entrado en una nueva espiral de conflictos. A nuestras generaciones, por vivir en sociedades modernas y civilizadas, se nos olvida a menudo que la guerra siempre ha sido la norma en la resolución de los conflictos entre imperios, civilizaciones, naciones y países: la paz por desgracia siempre ha sido una excepción, o un período más o menos largo entre dos (o más) conflictos violentos.
A pesar de la ya irreparable pérdida de vidas humanas que está suponiendo esta enorme tragedia, debemos preguntarnos por lo que está pasando, y por cómo lo vamos a resolver, y por cuáles van a ser las posibles consecuencias; y hacerlo en medio de las noticias diarias de muerte y destrucción es cada vez más difícil, pero tenemos la obligación de hacerlo. No podemos sucumbir a la barbarie en forma de dejarnos llevar por la corriente.
Narrativas y propaganda
Como apasionado de la historia sé que las guerras que nos han precedido han sido contadas siempre por los vencedores, y que después han tenido que ser los historiadores los que hayan indagado para sacar a la luz toda la verdad.
Ahora mismo junto a la realidad que nos llega en forma de bits conviven fábricas de propagación de desinformación, imágenes trucadas y todo tipo de información sesgada. Los estados de ánimo colectivos son fácilmente manipulables en medio de la tragedia y estoy francamente preocupado por lo que está ocurriendo y las consecuencias en todos los órdenes de nuestra vida. Hay algunas ideas que pueden ayudarnos a distinguir si estamos frente a fuentes confiables o no. Háganse un favor, no se crean de primeras nada de lo que vean, oigan o lean, venga de donde venga.
Todavía no sabemos quién saldrá vencedor de esta invasión, e incluso puede ocurrir que cuando acabe no tengamos claro quién ha sido el vencedor, y nos tendremos que enfrentar a diferentes relatos. De momento ya está ocurriendo.
Dicen que la primera víctima de cualquier guerra es la verdad, y esta vez no sólo no será una excepción, sino que pasará a la historia como la primera vez que la humanidad utilizó las nuevas herramientas digitales para dar una vuelta de tuerca a la tradicional querencia de los bandos en conflicto por el uso de la propaganda como herramienta y como arma en la guerra. Los pesimistas con el avance tecnológico dirán que siempre ha sido así: las nuevas máquinas y progresos en lo científico siempre se usan para el mal y la destrucción. Los optimistas nos dicen que eso obedece a que el ser humano no ha sido bien educado en la paz, el amor y en la democracia. Digamos, al menos en mi humilde opinión, que los pesimistas suelen tener históricamente razón en este aspecto.
En plena era de digitalización masiva, el volumen de información, de datos, de imágenes y de videos del conflicto no tiene parangón en nuestra historia. Desde personas que sobre el terreno comparten sus vivencias y la dureza de lo que están viviendo, hasta los propios ejércitos en lucha que filman y emiten vídeos e imágenes, pasando por las crónicas de periodistas y medios, el bombardeo informativo es de tal magnitud que si alguien quisiera seguir al minuto lo que acontece (y lo que dicen que acontece) acabaría completamente desbordado y preso de un ataque de pánico.
Me he preguntado muchas veces durante los últimos días si el curso de la Segunda Guerra Mundial se hubiera alterado de alguna forma de haber existido las redes sociales. Me temo lo peor, igual que entonces, y siempre que acontece una guerra lo peor está aun por conocerse; aquellas generaciones sólo fueron conscientes de la inmensidad de la tragedia colectiva cuando acabaron las batallas y el humo de las bombas se desvaneció y entonces pudo emerger el horror con mayúsculas. La realidad siempre supera a la ficción, y esta sucesión de imágenes y videos que nos llegan a diario a nuestras televisiones y a nuestras redes sociales no deja de ser una pequeña ficción con dosis de realidad, aunque sólo sea porque son un mero adelanto de lo que nos espera.
El peor de los horrores nunca se retransmite en streaming. Ayer vi un vídeo en TikTok que me ha dejado sin palabras:una joven ucraniana cuenta a ritmo de pop su evacuación hacia Polonia. ¿Se imaginan en los años 30 a un joven español o francés o polaco huyendo de su ciudad bombardeada cantando y haciendo poses? El dolor intenso descrito con las narrativas de nuestros jóvenes no deja de sorprenderme. Quiero entenderlo, pero me cuesta.
¿Es internet un bien de primera necesidad?
En una guerra lo primero que comienza a escasear son los suministros básicos que todos damos por asegurados en nuestras vidas de sociedades opulentas. Es, después de la muerte violenta, la peor bofetada de realidad que reciben los que sobreviven. El agua y la comida pronto escasean, al menos en las grandes ciudades, y satisfacer esas necesidades junto a encontrar lugares seguros donde cobijarse se convierten en obsesiones y en tareas de mera supervivencia.
En estos tiempos el acceso a internet se puede haber convertido en otra necesidad vital, si no de primer orden, sí de segundo, al menos si quieres estar en contacto con familiares y amigos, no digamos si quieres intentar salir del país. Y como en toda guerra tiene un precio y sólo lo pueden pagar los más acomodados. Los que ya vivían con lo justo sólo pueden cobijarse en sus refugios a esperar a que todo pase.
Por eso el acceso a internet se ha convertido en un arma más en esta guerra, y de hecho este conflicto, todavía es pronto para decirlo con total seguridad, puede acabar convirtiendo la internet global que hemos conocido durante las dos últimas décadas en historia. Rusia va a hacer el primer ensayo de cómo seguir manteniendo una red de redes, desconectada de la red global; el aislamiento de la población y el control exhaustivo de los contenidos han venido para quedarse.
El señor que está en todas las salsas, Elon Musk, ofreció la tecnología de sus satélites para dotar de conexión a ciudadanos ucranianos, aunque él mismo se encargó después de enfriar las bondades de su ofrecimiento, diciendo que había que usarlo con moderación. Ahora anda diciendo, como si creyera estar en el lejano oeste, que Putin pelee con él y quien gane se queda con Ucrania. Si estos son los modelos de empresarios a seguir, que Dios nos coja confesados.
Con todo, lo más preocupante es saber que con un par de misiles lanzados por submarinos o barcos de guerra, pueden destruir con facilidad los más de cuatrocientos cables submarinos que garantizan las conexiones globales, devolviéndonos al conjunto del planeta si no a la Edad de Piedra, sí al menos al siglo pasado. El control de los mares y océanos —¡qué cosas tan analógicas!- sigue siendo en plena era digital la tarea primordial de los imperios.
Gobiernos e instituciones vs sociedad
Las empresas y las personas frente a las diplomacias y los gobiernos. Caravanas de ciudadanos que van al rescate de los refugiados, empresas impelidas a cortar sus lazos comerciales con Rusia siguiendo las sanciones de los gobiernos de la UE y la OTAN, el ya citado Elon Musk facilitando conexión con sus empresas, o el mucho más experimentado y fiable cocinero español José Andrés con su ONG World Central Kitchen cocinando para los que huyen de la guerra, constituyen claros ejemplos de lo que podríamos denominar un nuevo protagonismo de la sociedad civil.
Una parte de la sociedad, empoderada por los medios tecnológicos a su alcance, ha decidido asumir un papel más protagonista, no tanto en la resolución del conflicto, sino en paliar algunos de sus efectos más perversos. O al menos, así se nos transmite con los medios masivos de los que hablábamos antes. Frente a ellos, las diplomacias de los países, las tomas de decisiones en organismos multilaterales e incluso las intentonas de líderes como el francés Macron parecen dibujar un fracaso evidente. Es como si una parte de la sociedad estuviera gritando a los gobiernos: ustedes ocúpense de la guerra que nosotros nos empleamos en resolver sus consecuencias. Todos los esfuerzos son loables y no seré yo quién los critique, pero me surgen dudas sobre su eficacia, su alcance y también sus efectos colaterales. Algunos ya son visibles, y me generan inquietud.
Es cierto que el papel de los Estados es determinante y lo seguirá siendo, ahondando en esa tendencia que ya nos venía diciendo durante los dos últimos años de pandemia que se iba a intensificar. Nos dirigimos sin remisión hacia unas décadas de intensidad estatal como hace tiempo no se conocían: para lo bueno, pero también para lo malo. Ya lo verán. Con todo a estas alturas sólo espero que alguien se esté ocupando adecuadamente del teléfono rojo. Cuando todo parece perdido y los acontecimientos nos abocan al desastre total y planetario, algunos deben mantener la calma y lograr que no acabe produciéndose la hecatombe. ¿Recuerdan la crisis de los misiles entre Kennedy y Kruschev?.
De momento cualquier observador con cierta lucidez puede observar que las sanciones económicas abarcan a muchos bancos rusos pero no a todos, que Macron habla a diario con Putin y que incluso el presidente ucraniano, lanza mensajes subliminales en este sentido en medio del fragor de la llamada a la resistencia de su pueblo. Aunque, no nos engañemos, aquí el papel de China y sus recursos tecnológicos y militares pueden acabar teniendo un papel determinante en la evolución del conflicto. Y luego tendremos que vernos con la gestión de “las consecuencias económicas de la paz” que diría Keynes. Nos espera otro Versalles, otro Yalta, ¿dónde será esta vez? ¿Quizás en Pekín? ¿Acertaremos, esta vez?.
He de confesar que durante estos días trato de desconectar de los mass media y del bombardeo en redes y televisión, leyendo y releyendo a autores rusos del XIX (Gogol, Bulbákov, Tolstoi…), me ayudan a contextualizar muchas de las que cosas que leemos y escuchamos, sumergiéndome en aquel territorio extensísimo, con la nieve y el frío perennes, con trenes cubriendo kilométricas distancias. La tecnología puede que haya permitido acortar dichas distancias, pero todavía no nos ha permitido impedir el ardor guerrero que sigue habitando en una parte de nuestros semejantes.