Cuando el sociólogo y filósofo Zygmunt Bauman popularizó el término “líquido” (referido a la sociedad, la vida y la modernidad), no imaginó que el nuevo estado líquido no sería un estado final, sino solo una transición, un proceso de aceleración hacia un nuevo estado gaseoso. Como el estado del agua antes de evaporarse.
La vida líquida que describía Bauman, es una vida en la que la velocidad es lo único que importa, correr con todas nuestras fuerzas para mantenernos en el mismo lugar, algo que hemos aceptado como cotidiano, vivir en la desorientación, el vértigo, la ausencia de itinerario y lo indeterminado del viaje.
Esta aceleración, que tiene su origen en la explosión demográfica y tecnológica del siglo pasado, se encuentra en un punto determinante ahora mismo, con la irrupción del metaverso como gran desmaterializador.
[Metaverso: una quimera que la realidad se empeña en destrozar]
El metaverso, no es solo una macrotendencia de la que todo el mundo habla, que concentra inversiones y en la que proliferan los casos de uso; es el principio de un cambio de estado de la materia, que nos ofrece la posibilidad de habitar un mundo desmaterializado; de recorrer espacios virtuales que no tienen necesariamente una correspondencia en el mundo físico.
Este proceso de cambio de estado no supone una extinción completa de sus estados predecesores (sólido y líquido). El mundo sólido-físico sigue (y seguirá) presente mientras seamos seres humanos corporizados. La pandemia, la guerra de Ucrania, el precio del carburante y la dependencia energética nos lo recuerdan cada día. La aceleración del mundo líquido es una constante en nuestros días, que nos arrastra a una velocidad a la que nuestro cerebro primitivo no está preparado. Y la vida gaseosa, que acaba de nacer (aunque parte de tecnologías maduras), permitirá que parte del espacio que consumamos en el futuro sea solo virtual, sin correspondencia material, o como una extensión del mundo real. Más rápido, accesible y abundante.
El hecho de ponerte unas gafas de realidad virtual podría darte acceso a la biblioteca de cinco mil ejemplares que siempre soñaste tener, pero que no entra en tu piso de noventa metros y dos hijos; a una nueva oficina más grande y luminosa (y reducir o prescindir de la anterior); a tu escuela de negocios favorita con experiencias inmersivas más ricas que los MOOCs y más asequibles que los programas presenciales; o a tu centro de salud, tu gimnasio, o tu espacio de meditación, con cascadas naturales en medio de una arboleda.
La experiencia sustitutiva en algunos casos no será igual. No hay nada comparable a una buena realidad. Pero, para un gran número de casos de uso, la experiencia será satisfactoria, y este nuevo mundo, superpuesto al actual como una metarealidad, no contará con gran parte de las limitaciones físicas de éste. No ocupará espacio.
Este cambio de estado no está exento de riesgos y amenazas. Tiene todos los riesgos del mundo digital en materia de ciberseguridad y protección de datos (suplantación de identidad, phishing, hacking, etc.); más todas las adicciones y patologías del mundo de las redes sociales y los videojuegos; más el efecto desconocido para la salud de sustituir sentidos de forma prolongada (vista – gafas RV/RA, oído, y tacto – chalecos hápticos) y su impacto en la disociación de la realidad y la identidad.
Pero, salvando estos escollos, veo muchas más oportunidades que riesgos en este nuevo estado gaseoso. De hecho, pienso que la clave de la sostenibilidad del clima/planeta para evitar posibles desequilibrios sistémicos se encuentra en el correcto equilibrio entre el estado sólido y el nuevo estado gaseoso; donde el líquido solo representa una transición de uno a otro.
Por un lado, al desmaterializarse, los productos y servicios se desmonetizarán, resultando más económicos y asequibles, y, de este modo, se democratizará su acceso. Esto es especialmente importante en ámbitos como el acceso a los sistemas sanitarios y a una educación de calidad.
Y, por otro lado, el hecho de desplazar parte de la voraz actividad humana (trabajo, ocio, turismo, consumo) a un plano gaseoso/virtual podría aliviar la presión sobre el consumo masivo de recursos/materia, hacer más habitables nuestras ciudades, y, aunque resulte contraintuitivo, ayudar a revertir los efectos del cambio climático.
Estamos solo al principio de un nuevo camino, pero diría que la vida gaseosa ha llegado justo en el momento necesario. Solo espero que nos pongamos de acuerdo en usarla de forma adecuada, evitar sus riesgos y explorar todo su potencial. Si la vida líquida te daba vértigo… bienvenido a la vida gaseosa.
*** Carlos Rebate es director de Transformación y Procesos de Negocio de Securitas Seguridad España