No cabe duda de que vivimos en una fase de transición tecnológica sin precedentes. Esta situación ha producido una tensión directamente relacionada con la capacidad de adaptación que tenemos; los acontecimientos que han tenido lugar en los últimos tres años han puesto a prueba nuestras capacidades y hemos sabido responder ofreciendo soluciones innovadoras y acelerando una transformación que estaba prevista que sucediera en un periodo de tiempo mucho más amplio.
A pesar de esto, creo que es el momento necesario para plantearnos la siguiente pregunta: ¿avanza la sociedad al mismo tiempo que la tecnología?
Es una realidad que nos afecta a todos los niveles: desde cómo integramos las nuevas tecnologías en los asuntos más cotidianos de nuestro día a día, a cómo las encaramos a través de la regulación de nuevos actores y/o tecnologías que han llegado para facilitarnos la vida en muchos aspectos, pero que han de someterse a una revisión -de utilidad, de impacto económico e incluso ético- para poder adherirse de forma adecuada a nuestra sociedad.
Si bien esto no significa, ni mucho menos, que el avance tecnológico sea negativo, es cierto que aún nos enfrentamos al desafío de comprender cómo aplicarlo e integrarlo de manera efectiva.
De esta forma, en esta fase de transición, la integración vertical de los sistemas -ser capaces de conectarlos de manera automática para poder disponer de todos los datos presentes en distintas plataformas- es la máxima prioridad. Este concepto está muy avanzado ya en el ámbito industrial; los gemelos digitales o la fábrica del futuro, están apoyando a la competitividad y calidad industrial.
Sin embargo, esta integración de la tecnología no ha sucedido todavía a nivel doméstico, ni en el ámbito personal o de producto. Por ello, necesitamos ir un paso más allá y desarrollar tecnologías que tengan un impacto significativo en nuestra calidad de vida y que tienen que ver con el mundo digital de una forma tangencial.
Es aquí donde entran en juego dos actitudes empresariales importantes: desarrollar una innovación pull, o push. Mientras que la primera mantiene una estrecha relación con el mercado y los hábitos de consumo actuales para brindar soluciones a las necesidades ya reconocidas por los consumidores, la push es la que se adelanta a las demandas del mercado, identificando nuevas oportunidades, diseñando y ofreciendo soluciones novedosas, aplicando las nuevas tecnologías, para situaciones que aún no se han instaurado, pero que llegarán para quedarse tarde o temprano.
Un claro ejemplo es el de la microelectrónica y su software integrados en electrodomésticos que nos permiten avanzar hacia la realidad del hogar conectado, que ofrece la posibilidad de generar una experiencia de uso personalizable y que aprende para adaptarse mejor al consumidor.
Esto ya existe, pero se convertirá en el estándar cuando podamos integrar todos los sistemas entre sí. Solo así seremos capaces de superar esa fase de transición en la que estamos inmersos y empezar a sentir una mejora real en nuestro día a día, adelantándonos a las futuras necesidades de los consumidores.
Así, seremos capaces de alcanzar realidades que ya intuimos y que están muy presentes en todos los ámbitos debido a su transversalidad. Este es el caso de las Smart Cities -o la famosa ciudad de 15 minutos- donde la comodidad en el hogar juega un papel determinante en la consecución de este nuevo modelo de vida.
A este respecto, casi nadie tiene tiempo para meter los platos en el lavavajillas, sacar la ropa de la lavadora para luego tenderla, o plancharla. Ya tenemos aparatos inteligentes, pero necesitamos una robótica aplicada en los hogares, donde los propios androides sean los que tiendan la ropa o los que saquen los platos del lavavajillas.
En definitiva, sistemas inteligentes que revolucionen el concepto del hogar y nos hagan la vida más fácil, librándonos de las tareas de casa que no nos aportan, para que podamos invertir el poco tiempo libre en actividades mucho más placenteras.
***Miguel Ángel Buñuel es director de Innovación y Tecnología de BSH España.