En sus Principios de Economía Política, John Stuart Mill escribió que no hay nada tan persistente como las malas ideas económicas. Cuando la teoría y la evidencia empírica parecen haberlas destruido para siempre vuelven a emerger con un vigor inusitado. En estos momentos, ante el aumento del IPC en todos los países desarrollados, impulsado por la fuerte subida de los precios de la energía reaparecen de nuevo explicaciones de la inflación que se creían olvidadas, como la denominada inflación de costes, y se proponen recetas para combatirla ensayadas y fracasadas una y otra vez como la denominada política de rentas.
Si se utilizase un símil médico, la pregunta a plantear es muy sencilla: ¿cuál es la causa de la enfermedad inflacionaria? Un buen número de políticos y, peor, de economistas atribuyen el intenso incremento del nivel general de precios al encarecimiento del gas, del petróleo y de otras materias primas agudizado por la guerra ruso-ucraniana.
Sin embargo, estos movimientos alcistas de algunos precios relativos no caben ser considerados inflacionistas. Es básico tener en cuenta esta proposición para entender el problema al que nos enfrentamos.
Aunque resulte sorprendente para algunos o muchos lectores, la denominada inflación de costes no existe. Ni los salarios más altos ni el encarecimiento del gas o del petróleo, por ejemplo, pueden generar un aumento del precio agregado de todos los bienes a no ser que se proporcione a los compradores más dinero para adquirirlos.
En el supuesto de que los sindicatos o un cártel de productores de oro negro decidan incrementar sustancialmente la remuneración de los asalariados o esa importante materia prima, el nivel de precios se mantendría estable porque se reducirían los precios de otros bienes y servicios. ¿Por qué ocurre eso?
Ni los salarios más altos ni el encarecimiento del gas o del petróleo, por ejemplo, pueden generar un aumento del precio agregado de todos los bienes
Si la gente tiene que pagar una mayor cantidad de dinero por el gas, el gasóleo o la gasolina que consume, tendrá que reducir el consumo de otras cosas. Si los empresarios, ceteris paribus, se enfrentan a un crecimiento de sus costes laborales creado por la imposición sindical de unos salarios superiores a su productividad, contratarán a menos gente o despedirán a parte de sus plantillas. Para decirlo con claridad, el mercado se ajustará al cambio experimentado por los precios relativos y, en consecuencia, la inflación no crecerá.
El determinante básico de la inflación es siempre y en todas partes el mismo: un incremento demasiado rápido de la cantidad de dinero en circulación con respecto a la producción. Sobran pruebas históricas en apoyo de esta tesis, tomadas de las más diversas épocas y países.
Nunca ha habido un período de inflación dilatado y continuo que no haya ido acompañado de un crecimiento del circulante superior al del PIB. Y siempre que se ha incrementado la cantidad de moneda en circulación en medida superior a la producción han aparecido antes o después los correspondientes fenómenos inflacionarios. Se trata de una proposición muy simple que, sin embargo, muchos se niegan a aceptar, aunque es dudoso que exista en la teoría económica otra conclusión más refrendada por comprobaciones empíricas.
La "sorpresa inflacionaria" de esta hora tiene poco de sorprendente. Desde la crisis financiera de 2008, los bancos centrales se embarcaron en una estrategia de laxitud monetaria desbocada. Esto no se tradujo en un alza generalizada de la inflación por tres razones fundamentales.
Primera, el crecimiento de la productividad impulsado por las nuevas tecnologías; segunda, la deflación importada de la globalización y tercera, durante la crisis financiera y después, los bancos elevaron sus reservas en lugar de prestar por razones de prudencia y regulatorias. Esos factores ya han desaparecido y con ellos la contención del impacto inflacionista de una fase de exuberante expansión monetaria.
Ante este panorama, cualquier economista sabe lo que hay que hacer. La única manera de acabar con la inflación es: disminuir el ritmo de creación de medios de pago, atemperar el aumento del circulante y eliminar la financiación monetaria del gasto público lo que exige su recorte.
Ninguna otra fórmula servirá para acabar con la carrera alcista del nivel general de precios en Europa y, por supuesto, en España. Por eso la Reserva Federal o y el Banco de Inglaterra han decidido subir los tipos de interés y el BCE se verá obligado a hacer lo mismo. Los intentos de lograr ese objetivo mediante controles de rentas y de precios sólo conduce a una inflación reprimida, mucho más lesiva para la estabilidad que una abierta y que, además, favorece la estatización de la economía.