El pasado sábado 14 de mayo tuve el honor de participar en una de las mesas de las II Jornadas “La ilusión liberal”, este año dedicadas a “La identidad nacional de Europa”. Un tema que, hoy más que nunca, es necesario poner encima de la mesa. Porque si el nacionalismo es perverso, y lo es, su matrimonio con el populismo es aún peor. Una mezcla que hoy florece por las esquinas.
El nacionalismo ha sido ampliamente estudiado por autores como Elie Kedourie, un autor imprescindible. Señala que el nacionalismo es una doctrina inventada en Europa a principios del siglo XIX, que pretende ofrecer un criterio de determinación de la unidad de los pueblos. Sin duda, esta doctrina aporta un elemento integrador que está enraizado en la misma naturaleza humana: la aversión al desconocido.
Explicaba Paul Seabright en su libro The Company of Strangers (2004), que la capacidad del ser humano para comerciar con extraños no se desarrolló hace tanto, en tiempo histórico, sino que aparece con la agricultura y la división del trabajo que implicaba, hace unos 10.000 años. Comprar un alimento sin saber qué manos lo han trabajado muestra un grado de confianza extraordinario que ha permitido llegar a donde estamos. No obstante, la desconfianza vende más porque nos retrotrae al instinto de supervivencia.
Así que inyectar “miedo al otro” en las venas de la sociedad, plantear el progreso como el avance de “nosotros” frente a “ellos”, es apostar por el caballo ganador. Esquivar esos sentimientos requiere de consciencia y de voluntad. Hay que saber qué fibra están tocando, la intención con la que lo hacen y determinación para hacerle frente.
La otra fuente de alimentación del nacionalismo, además del miedo, es la ambición desmesurada de los partidos políticos en acrecentar su poder, sea por intereses estrictamente económicos o por ansia de poder. En ese camino, son capaces de cualquier cosa que les de votos.
La otra fuente de alimentación del nacionalismo, además del miedo, es la ambición desmesurada de los partidos políticos en acrecentar su poder
Lo peor del nacionalismo económico son los vicios que genera. Además de lo difícil que es deshacer el camino andado una vez que ha cuajado en la sociedad, el nacionalismo genera incentivos muy perversos, tanto en los gobernantes como en los ciudadanos. Por ejemplo, el pánico a la competencia, por destacar uno de los más notables. Esa idea de que lo nuestro va primero conduce al establecimiento de políticas proteccionistas que se venden como patrióticas, frente a la “invasión” de productos extranjeros, o a inversores que vienen a “comprarnos”.
Ese tipo de mensajes van infundiendo en la población el sentimiento de que los demás nos roban sin que podamos hacer nada y necesitamos protección. Pero desde el punto de vista económico, esas políticas eximen a los productores de competir en el mercado. Y eso significa la privación de una información fundamental para que los empresarios patrios mejoren sus productos y sean los mejores en el mercado. O lo intenten. Porque solamente las decisiones de los consumidores soberanos señalan a los productores qué, cuánto y a qué precio vender. Luego vienen las regulaciones y demás.
Pero, en todo caso, y como nos han demostrado los sistemas económicos de planificación central en los que los precios son fijados por el Estado, el desajuste en la asignación de recursos (naturales, laborales, de capital) conduce indefectiblemente al deterioro económico y el empobrecimiento de la población.
Pedir protección frente a la competencia es elegir la mediocridad frente a la excelencia, la miseria aceptable frente a la abundancia para todos, coacción frente a libertad. Es el fruto del nacionalismo económico.
Finalmente, esta doctrina deja atrás a las personas. El colectivo indeterminado sustituye al individuo concreto. ¿Qué es “lo nuestro”? ¿Quiénes somos “nosotros”? ¿Los que pagamos impuestos? ¿Los residentes? ¿Los españoles de ayer, del hoy y del mañana? Porque en este caso, cada vez pedimos al gobierno que gaste dinero en proteger a los empresarios, a los sindicatos y a los chiringuitos políticos de todos los partidos, estamos lastrando a los españoles del mañana. Y cuando impedimos que los productos españoles sean competitivos para evitarle la fatiguita a los productores de hoy, estamos cargando a los empresarios talentosos de mañana con un peso en el cuello que les situará en un punto de partida muy desfavorable respecto a sus competidores.
En este punto, el aliado más fiel del gobernante es el economista, su carretilla de macromagnitudes y sus análisis ad hoc que ratifican o refutan, según proceda, el comportamiento de los agentes. La necesidad de que los economistas analicemos con los guantes de látex y el EPI completo bien puesto, para no dejarnos llevar por lo que queremos que los datos nos cuenten, es una práctica que echo de menos. Y lo más paradójico es que ninguno de los economistas que conozco reconoce ese comportamiento torticero en ellos mismos, revestidos como van de estadísticas pata negra del Banco de España o del Banco Mundial, modelos testados pero una interpretación cuestionable.
La desagregación de los datos macroeconómicos es casi un imposible. Pero, en vez de concluir que algo perverso hay en la agregación y que la clave está en interpretar tendencias aunque suene insuficiente políticamente, es decir, electoralmente, lo habitual es quedarse en discusiones técnicas, y dejar claro que sin agregación no sale el sol por las mañanas.
Nos encontramos en un momento de incertidumbre desbocada, de miedo dual: inducido y real, de nubarrones en el cielo y en el horizonte. Es decir, vivimos en el caldo de cultivo del auge del nacionalismo. Un nacionalismo millenial nutrido por independentistas, indignados y anticapitalistas que se cuestionan si estamos ante el fin de la globalización, o ante una versión ralentizada, la “slowbalización”, frente al “exceso globalizador” del pasado.
Pero, tanto la aceleración como la desaceleración guiadas por el miedo no son buenas. Las necesidades de las personas son las que deberían marcar el ritmo. ¿Y qué hacemos con la limitación a la energía rusa? ¿Globalizamos o no? La respuesta es clara: poner los valores por delante y ser consecuentes con la defensa de la libertad. Tal vez no sabemos quién está detrás de Zelensky. Pero sí sabemos detrás de qué actos está Putin. Y eso es más que suficiente para elegir bando. Globalicémonos y emancipémonos del tirano.