La izquierda patria y sus paladines proclaman que el fracasado plan de la difunta primera ministra del Reino Unido, Mrs. Truss, es el planteado por el PP. En consecuencia, su aplicación en España conduciría a una situación similar a la acaecida en tierra de Shakespeare; esto es, a un desplome de la confianza de los mercados en la política económica del Gobierno y a la generación de una crisis de cambiaria, de deuda y financiera que sólo podría frenar la intervención de la autoridad monetaria.
Esta tesis es una verdadera falacia. Para bien o para mal, el principal partido de la oposición aún no ha presentado ni definido cuál es su proyecto para abordar la dramática situación económica cuyas bases creó la coalición social-comunista y acentuó el shock de oferta causado por la guerra ruso-ucraniana.
De entrada, el PP no ha planteado una reducción masiva de los impuestos, sino ha intentado sólo evitar su incremento; esto y no otra cosa supone su petición de deflactar las tarifas del IRPF, por ejemplo, impulsadas al alza por la inflación y no por un aumento de la renta real de las familias españolas.
Se trata de paliar la progresividad en frío provocada por el impuesto inflacionario, lo que constituye un ejercicio de racionalidad tributaria y de justicia que no debería depender de la discrecionalidad de cualquier Gobierno, sino operar de manera automática cuando la inflación se desvía de la prevista. Esta es la realidad y decir lo contrario es una falsedad. Pero ahí no termina la historia…
La izquierda realiza una burda manipulación de la denominada Curva de Laffer, identificada con los “halcones” y “fundamentalistas” de las políticas de oferta de los años setenta y ochenta del siglo pasado. Sin embargo, dicha curva sólo indica algo básico: a partir de un determinado umbral, el aumento de los tipos impositivos no genera más, sino menos recaudación, porque desincentiva el trabajo, el ahorro y la inversión, y, de este modo, el crecimiento de la economía.
En consecuencia, sus ingresos tributarios descenderán en lugar de crecer. Esto no es un invento reciente ni una ocurrencia de Arthur Laffer, sino un principio básico de teoría económica elemental y tiene una larguísima historia.
A partir de un determinado umbral, el aumento de los tipos impositivos no genera más, sino menos recaudación, porque desincentiva el trabajo, el ahorro y la inversión
Dicho eso, la idea según la cual cualquier reducción de impuestos se autofinancia es, ceteris paribus, incorrecta y no ha sido defendida por ningún economista serio como una regla general. No todas las fuentes de renta responden igual; no tienen, para decirlo en términos técnicos, la misma elasticidad ante las variaciones que se introduzcan en los tipos impositivos.
Por otra parte, la reacción de los individuos y de las empresas ante una variación de aquellos depende también de otras variables; por ejemplo, la carga tributaria soportada o la situación presupuestaria existente cuando se introduce una rebaja de la tributación; esto es, los niveles de déficit y de deuda.
El principal objetivo de reducir los impuestos no ha de ser estimular la demanda agregada a corto plazo, sino ha de ser contemplado como un instrumento para elevar el potencial de crecimiento de la economía en el medio y en el largo. Para conseguir este objetivo, esa iniciativa debe ser percibida como sostenible y eso implica la existencia o, mejor, la creación de un marco de estabilidad presupuestaria.
Si el déficit y la deuda son muy altos, los agentes económicos descuentan que tendrán que pagar mayores impuestos en el futuro para financiar esos desequilibrios y, por tanto, el impacto expansivo de la reducción de aquellos será muy reducido, por no decir inexistente. Esto es elemental y está fuera de discusión.
El principal objetivo de reducir los impuestos no ha de ser estimular la demanda agregada a corto plazo, sino ha de ser contemplado como un instrumento para elevar el potencial de crecimiento de la economía en el medio y en el largo
Ello conduce a algo muy sencillo, claro y meridiano. El recorte de los impuestos, para ser creíble, ha de ir precedido o acompañado por el del déficit público a través de un ajuste de los desembolsos del sector público. Esta acción es, además, imprescindible cuando el gasto y el déficit estructural son abultados, caso de España, y la ratio deuda pública-PIB también lo es.
De lo contrario, el mercado responderá de forma negativa a cualquier disminución de los impuestos porque deteriorará aún más la posición financiera del Estado. De nuevo, esta es la realidad y no cabe eludirla sin pagar un alto precio por ello.
La caída de Truss pone de relieve un importante problema o, mejor, una cuestión a tener en cuenta: el conflicto anunciado y no muy lejano entre la política monetaria y la fiscal en numerosos países en los próximos trimestres cuando la primera pretenda cumplir con su obligación de combatir la inflación y la segunda desee aliviar los efectos depresores de aquella sobre la actividad gastando y más con una financiación procedente de la máquina impresora del BCE.
La presión de los gobiernos o, al menos, de algunos de ellos exigiría a la banca central bien ceder a las presiones y perder su credibilidad, bien mantener su autonomía y asumir el desgaste derivado de ejercer su responsabilidad.
Y qué decir de cualquier acusación de irresponsabilidad presupuestaria lanzada por la coalición del derroche contra cualquiera de sus adversarios. Preside la mayor expansión del gasto público de la historia democrática de España a ritmo de populismo y demagogia y sobre unas bases de recaudación que ni son suficientes para financiarle ni sostenibles cuando la inflación descienda.
Pero, como nos acercamos a las fechas de Halloween, es preciso dar un cierto color. Este Gobierno parece estar bailando una danza macabra sobre la tumba de la economía española. Y además quien escribe estas líneas no considera sólo que su gestión es un desastre, sino que es gafe.